20 de noviembre de 2017

SE VAN BATIENDO

En principio, yo quería hacer un texto acerca de cómo en diferentes fases de la vida, tenía diferentes formas y ritmos de escritura. Quería decir que, a medida que se iban sucediendo esos cambios vitales, cada forma de escribir (también de pintar y etcétera) se iba quedando obsoleta, y me aburría y enervaba hasta que daba con el grado y lugar del cambio que había de sobrevenir. Quería decir que también me ha pasado al revés: lo que hago pierde sentido, me pide un cambio, pero no sólo a nivel "qué hago", sino a nivel "quién soy", y ese malestar ha sido una señal para que me plantee cambios a nivel vital.

Esa era la idea que quería expresar, la dicha y desazón de que lo que hago y quien soy están tan íntimamente conectados. Pero luego me puse a escribirlo y el tema se me ha ido de las manos, como siempre, y como siempre me han saltado los mismos tics baratos de siempre y tal. (Un conocido de Barna, decía con verde sorna que yo iba a acabar escribiendo para Psicologies y revistas por el estilo. No le dije nada y le sonreí tipo jejeje, que viene a querer decir: cualquier publicación remunerada, conseguida por mis méritos, es mejor que las que tú vas a conseguir chupándola, que no das para más.) En fin, que allá, en la cumbre, en la colina, quedaron mis ideas primeras, allá mis nobles intenciones, tan perdidas. Me fui por las ramas, perdí el árbol y cambié sin querer de bosque. Por eso ahora, de segunda escritura, pongo esta intro, y voy redactando en parágrafos (dicc), y lo mismo así doy una idea aproximada del infame potaje emocional, léxico-lingüístico, socio-económico-vital de uno que está en mis zapatos, en mi pellejo, en mi pueblo y en mi circunstancia. Lo mismo esto, junto con lo que siga, consigue dar una idea de parte del espíritu de mi época, y no veas qué chachi. Dios qué vergüenza.

La camiseta que le he pintado a Miguelito es un rayito con un resplandor circular. Después de hacerla he pensado que es un relámpago que al mismo tiempo es un reloj. Es como volver al Zen. Anda que.

Antes, cuando vivía solo y no sabía que en realidad vivía en multitud, una mujer decía cuando yo no estaba delante:

mi Jose,

y eso algunas veces me ponía mágico, y otras veces furioso. Porque vaya honor y vaya responsabilidad y vaya manera de vivir empeñados en la equivocación y con la pata metía. También me decía:

yo es que en mi casa no puedo dormir.

Era una cosa tierna en sus ideales de entonces, y era una de las mejores conversaciones de su época. Hemos mantenido ese afecto de muchas maneras hasta prácticamente hoy, pero muchas cosas han cambiado irremediablemente. Se me ha acabado poniendo entre galla y paternalista-condescendiente, y no suelo tener mucho aguante con la gente que siente que vive precedida por una banda sonora y va por ahí repartiendo magnanimidad y perdonando la vida. Así que prácticamente ayer me quedé con las ganas de dejarle dicho que, entre ella y yo, el tren que se toma o se pierde, soy yo.

Me encantaba y marcó mi vida con muchas cosas, pero nunca le escribí nada.

Más o menos en ese mismo antes, pero en distinta circunstancia, otra mujer me decía:

yo no sé cómo lo haces, que cada vez que vienes de vacaciones me baja la regla.

Un día me dio un piquito disfrazada de alienígena o algo por el estilo, aunque alguien, acto seguido, tiró de mí y me metió en una conga, y todo se acabó saliendo de madre, y acabamos unos cuantos, paulatinamente cada vez menos, bebiendo gintonics en un escalón de piedra labrada en cantería. Por lo que sea, esa mujer se llegó a tranquilizar conmigo en su momento, y corrigió a tiempo de tomar la vereda correcta, de la mano de un jipi con herencia.

No le escribí nada.

En ese mismo antes, alguna mujer me decía

que mira cómo me has puesto de vino los pantalones, que vamos corriendo a tu casa, que eres una calamidad.

Y yo, bueno, pues me quedaba un poco así, y al final todo se arreglaba sin debates ni epopeyas, hasta que alguna de ellas decía:

-Yo es que lo que quiero hacer es ayudarte, o

-Yo es que sólo quería saber qué querías decirme cuando tú y yo no nos entendíamos nada de nada.

Y claro que teníamos nuestro dulce corazoncito, pero venían tormentas de contigo estoy perdiendo quién soy, y todo era una turbulencia de ácida sangre caliente rezumando de los huesos hacia fuera, y una especie de locura eléctrica que degeneraba en zumbido, hasta que llegamos a la frase

"es que somos una mala pareja".

Y esa frase era como un espacio amplio en mitad de la llanura, con la hierba limpia y aburrida, sobre la que se derramaban implacablemente columnas de luz del sol que se colaban entre los nubarrones. Y se acababan las razones y las persecuciones. Como mano de santo, pero dando una hostia, y un dolor indescriptible y callado se posaba sobre todo, como el polvo de una explosión de harina. No éramos buena pareja, y ahí la emoción se quedó sin agenda, y se agotó la épica. Y cuando no tienes épica, pues de esa no te salvan ni Ovidio, ni Stendhal, ni Fromm. Textos como para Psicologies, y la verdad es que NO.

Yo ya me sospecho que probablemente he ido viviendo la vida sin enterarme de nada, tan cómodo, parece, en mi modo soñámbulo. La verdad es que cuando he tenido el mínimo interés en meter el dedo en el desconchón, todo ha sido poco más que entender que todo es una tramoya imbécil, que sirve para que nuestra imbecilidad propia se sienta a gusto. Yo qué sé. Quizá es que también salí escopeteao de mis ínfulas de investigador académico, y aterricé de boca en el llano.

Eran tiempos de rayos fugaces de luz y nubes en la mente. Algunas veces, las visitas decían, no veas qué bochorno en tu casa en verano, y yo decía, sí sí. Otras veces, las visitas decían, no veas qué humedad y qué frío en tu casa en invierno, y yo decía, sí sí. Pero mi casa estaba llena de alumnos y estrellas. Yo era el mismo bobalicón inadaptado de siempre, pero siempre había vodka bueno del supersol, morcilla de cebolla, atrezzos divertidos, herramientas excitantes, libros fabulosos y chocolate por todas partes, hasta por el suelo.

Ya todo eso pasó. Eran los tiempos como del spleen (Dict) del pueblo. Hice cinco libros, y tenía una vida social sin saberlo. Escribía cosas cortísimas y contenidas, basadas en alguna descabellada idea del ingenio que tenía entonces. La cosa es que aunque se me agotaron, esos textos me resultaron reveladores con el paso de las lecturas. Y aunque en su antes me funcionaron como catarsis, en el antes posterior, se me aparecieron con un alma y un cuerpo y una utilidad que no les conocía. Y a pesar de ello, esos tiempos pasaron y dejé de escribir así.

A ese tiempo le siguió un tiempo de dolor por la gente y desesperanza por lo que yo podía ofrecer al mundo. Estaba cansado y dolido, pero tuve fuerzas de iniciativa, más que de reacción, para evaluar el desastre e intentar poner nuevas bases en mi vida.

Hice lo que creí. Y con un poco de avanzar en la decisión, vi que escribía acerca de una especie de resplandecer que yo me notaba por dentro del pecho. Era el tiempo de la conciencia de conquistar mi forma de ser. Era el tiempo de la conciencia de que la vida es creación de cada una y cada uno, y que el trabajo verdadero es decidir y proveer los ingredientes, cocinarlos y hacerlos más o menos alimenticios y efectivos para vivir. Y escribía sobre eso, con todas las fallas que eso conllevaba, al mismo tiempo que lo vivía. Lo escribía llevando el peso de toda la soledad y mala comprensión, con toda la negra obstinación y cerrazón, mía y de los demás, que eso conllevaba. Decidir por mí mismo. Escribí sobre eso, y eso vivió en mí, y sobre mí, aplastándome tantas veces. Escribí y supe algo parecido a que precisarlo, consignarlo en papel, era una manera de traerlo a la realidad. Una manera de hacerlo. Como decir con todas las letras que decir el juego ya es jugarlo. Todo era luz y orgullo, en algunos momentos. Todo era una frívola, ingenua y patética nobleza, en algunos momentos. Todo era maravilloso y frágil, en algunos momentos. Como la canción de los castillos en el aire, de Alberto Cortez. La luz te ciega, a pesar de que todo se ve mejor. El orgullo te separa de los demás, porque encuentras lo tuyo y estás solo. Siempre hay un dolor oculto, cuando ganas en algo. Todo lo que se decide de verdad, es radical, y por tanto, oscuro para los demás, y de una independencia que les deja la impresión de su prescindibilidad. Lo oscuro no atrae, y genera sospechas lo que funciona en completa autonomía. La gente, el colectivo, no está por acercarse y comprender. Todo era emocionante, pero lo emocional es un estricto territorio personal: sugiere la soledad a quien mira, y subraya la soledad de quien lo siente. Supe a mi torpe manera que vivir con los demás siempre ha sido el juego, la comedia, la tragedia de intentar explicar a toda la gente, con razonamientos, con casi demostraciones, lo que siente cada quién en la oscuridad impenetrable de su solitario corazón. Y eso no es sólo una horrible batalla perdida, no, es una desastrosa guerra sin sentido que no debía haber tenido lugar. Lo que ocurre en cada corazón es el funcionamiento autónomo de un universo que no cabe en la torpeza de las palabras. La Historia es un invento. La Filosofía es un devaneo. La Poesía es una caída elegante. Que el corazón quiera salir de sí, alumbrando con su pobre candil la oscuridad de fuera, es la aspiración más legítima para no morir asfixiados, pero está condenada al fracaso. Un corazón nunca reconocerá plenamente a otro, porque cada cual vive ensimismado. Y sólo verá enfrente los colores y olores que ya lleva. Las personas, una a una, seguimos siendo gente. Y estamos atrapados en la paradoja de querer dar vida a nuestra unicidad sin que deje de aceptarnos el resto del mundo. Seguimos siendo gente, las personas: queremos cosas que puedan compartirse, que sean accesibles a todos, y que puedan hablarse livianamente, para que no haya escollos, y seamos aceptados, y que nos sintamos acogidos, acompañados. Amados. En realidad, nadie está preparado para que nadie intente ir un poco más allá de esa liviandad, más allá de esa cerca en la que estamos amalgamados y nos sentimos a salvo. Como Ícaro volando hacia el sol, todo el mundo espera secreta o abiertamente que la lógica derrita sus alas, porque nadie está preparado para que alguien esté anotando resultados satisfactorios traídos del más allá de las narices del común de la gente. La alegría, los momentos conseguidos de felicidad puntual, si no son plenamente compartidos, ya se encarga nuestra educación, nuestra ley, nuestra cultura, de llamarlos locura, o envanecimiento, o psicosis, o extravagancia, rareza o ridículo. Lo que consigas solo, si te lo guardas, lo vives solo, pero si lo compartes, estarás a un paso de despertar los abatimientos del orgullo de quien se limitó a escucharte y nunca hizo nada, despertará el recelo y la mal disimulada mala conciencia por haber montado su vida con lo que encontró a mano sin cuestionar nada.

El paraíso sólo puede ser una promesa, porque nadie está dispuesto a volar y dejarlo todo.

Si lo compartes, también te quedas solo. Yo fracasé en esa excursión. La gente no quiere los souvenirs que dejan claro que sólo tú fuiste a por ellos. No quieren que les pidas compañía en tu viaje en busca de la autenticidad. No quieren exploraciones por la intensidad. No quieren indagar por la vida pura. Quieren formas que funcionen. No quieren que les animes ni les digas que es posible. Dejemos a los locos las cosas del fracaso. Dejemos a los fracasados las cosas de los locos. Vamos todos a normalizar una alegría comunal, y que se quemen de aire puro los exploradores de lo remoto. Que se pierdan solos en la posibilidades del abismo.

Parece que para mí todo eso es ya antes. Parece que se me pasaron los ímpetus para emprender cosas nuevas y hacerlas brillar. Y porque vengo a seguir escribiendo eso mismo, a mí me parece algo así como que me he quedado sin fuerzas para salir a buscar la luz de mis fuerzas. No sé, después de tanto antes, me miro ahora y parece que mi excursión se limita a verme a mí mismo en aquella belleza que me elevó y que no entendía.

También las miro a ellas, en aquellos antes y en este mismo ahora. Y no puedo dejar de seguir enamorado. Y sé que es patético e insufrible, porque estar enamorado es entregarse a la fugacidad e intentar construir edificios en la inconstancia. Es confiar en el brillo de una llamita en esta vida de inclemente ventolera. Es escribir tu vida en una raya en el agua. Es un rajón mínimo en la piel, que dibuja un largo hilo azaroso de sangre en el suelo nevado que se derrite. Pero sigo enamorado, y es como si no pudiera cerrarle las puertas a mis entrañas de animal que exprimirá sus instintos por trascenderse, por dejar dicho a todos los vientos que he ido y he vuelto, y que sólo quiero descansar las heridas para irme otra vez. Porque estoy persiguiendo el aroma de algo valioso que es para todo el mundo. Volveré a irme para volver y traerlo. Aunque nadie lo quiera. Aunque nadie lo comprenda y sonría de medio lado, dando a entender que entienden una palabra mínima de la épica trágica que estoy redactando, atravesando amores que son y que no son, sembrando de alegres mojones el camino, para venir a decir que voy y vengo derrotado, que en ese ir y volver, casi siempre y nunca soy el mismo, y que me duele perder y desperdiciarme, y que me voy gastando, como todos mis vecinos, pero voy siguiendo la certeza de la evanescente promesa de un perfume, y me he echado a conocer lo que no conozco, y fui y volví, y apenas traigo recuerdos de cosas que no quiere la gente, apenas unas letras que de tan cercanas y necesarias se ven desenfocadas, apenas unos brillos lejanos que parecen de chatarra, apenas tan sólo la alegría secreta de que después de un antes que sucedió a otro antes, seguí dando todo lo que tenía por alimentar al amor despiadado y sin mesura.

No hay descanso en intentar saber cualquier cosa de ese país fascinante e inexplorado que habita en cada uno de nosotros, y cuya puerta está dentro de mí.

Vuelvo, pues, desde mi caos a este texto perdido y enrevesado que nadie ha pedido. Vuelvo para volver a irme, para seguir diciendo que hay jardines imposibles allá a lo lejos, en los que mis tripas dieron todo lo que yo ya no tenía, que los restos de mi sangre reseca que orlan esos caminos no quieren quedarse en que fracasé y me caí de boca. Quieren decir que, en un vuelo breve, eso que yo llamé amor me elevó, y para quien quiera ir a probarlo, allí quedó la marca escrita de que, tan dichoso y tan dolorido, yo estuve allí.

Jag.
21_11_17


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