13 de agosto de 2017

PONY


Esa talla emocional que tú tienes no te da para que resistas, por lo visto, mi alegre trotecillo. Esa luz que tienes, ese portento, esas horas de vuelo en lo inmutable, tu magnificencia, tu dignidad para sobrellevar los pesares, no te sirven para encajar el desamor.
Ay, el desamor, ese burdo disfraz del orgullo, esa absurda máscara del miedo a saber que nacemos, vivimos y morimos solos.
Tú no me comprendes del todo, yo creo. La comprensión es algo líquido, y con los líquidos, ya ves, todo queda a expensas del envase y de las temperaturas.
Tú y yo nos hemos acabado poniendo muy solemnes. Tú y yo nos hemos acabado tensando tontamente. Al final, creo que algo tendremos que acabar aprendiendo de los memos de Facebook. Más bailar y menos tonta poesía, y así, hasta que todo se arregle.
Que sí. Como las canciones, tú y yo necesitamos también una parte instrumental, para que la gente descanse. Y por qué no, también un estribillo pegadizo para que nos recuerden sin trabajo, ni obligación, ni sufrimiento. Como algo que gusta. Necesitamos una parte que hable del sol tan llanamente, y que recuerde el lugar que tenemos en los besos de algunas personas que no están delante. Claro. Necesitamos compases estúpidos y vacíos que nos humanicen y nos muestren asumibles para la mayoría, algo que permita que la gente se nos acerque y se nos agarre. No importa si lo que ofrecemos es banal e insignificante, eso es normal, y todo lo normal es atrayente y cercano. Si es normal y estúpido, será comprensible y asumido sin esfuerzo por la estupidez que todos tenemos por dentro. No importa nada eso. Ese encuentro entre nuestra canción y la gente, entre nuestra estupidez y la suya, ocurrirá en la intimidad. Y no habrá nada vergonzante en ello. Lo que ocurre en el corazón sólo otro corazón lo entiende, y si algún soplo de nuestra inanidad se escapa en un susurro, no importa, que sale del corazón, y otra víscera lo comprende y lo ampara. Ay, somos pobremente normales, nos decimos entre latido y latido. Ay, cuánto daño en esta vida espinosa. Ay, cuánta belleza encontramos en todo lo que se nos viene encima. Y así. Todo eso con un poquito de solemnidad, si quieres que tus picorcillos se conviertan en himnos para la juventud. Todo eso con un poco de sucia dignidad, si quieres que los desamados se sientan escuchados, si quieres que los fatalmente dolidos encuentren un pobre asidero en esta vida sin explicación.
En realidad no hay una gran diferencia en que te ofrezca mi hombro para que llores, o que haga signos ostensibles de querer que me dejes de una vez en paz. Todo es suave y siniestro. Cuando estés más tranquila, verás que sale el sol e ilumina la mesa llena de migas de pan seco, y recordarás el momento fugaz en que, como en sueños, sentiste que alguien te besaba con amor en un hombro. Y todo se ha ido, y ya se acerca el invierno, y de repente sabremos que de nada te van a servir los vestidos escotados, las sonrisas sugerentes ni las bravatas. Todo tiene ese estricto sentido. Pero a ti y a mi nos va a ir llegando algo parecido a la serenidad. Nos llegará lentamente, como el agua templada que nos sube por los tobillos en la casa que se anega. El miedo no lo parará. Las lágrimas, los gritos, no harán más que empeorarlo todo. Es tan sólo un dejarnos desfallecer tan simple como una canción de verano que acaba. Ya le hemos visto la vuelta de hoja a esta vida. Y a ti y a mí, en nuestra conversación, qué nos queda. Acaso un saber que nuestra más tonta melodía recuerda vagamente a las cosas importantes que nadie se atreve a mencionar, por miedo a que su vanidad se vea señalada. No nos queda nada. No es por la belleza de la risa de los niños que tú y yo hacemos por mantenernos vivos. No es porque debamos algo a Dios, ni porque nos haya picado un bicho. No sé por qué es, ni por qué no es. No hacemos nada en este mundo con las cartas marcadas. No hacemos nada y no nos servimos para nada. Cantemos entonces. Cantemos a coro, tan distantes, cada cual en su agujero o su acomodo. Cantemos, cantemos la canción de que nos desamamos. La canción de la comprensión, esa cosa líquida que vive a expensas de nuestros envases, que se arrugan, se resquebrajan. A expensas de nuestras temperaturas, que se duermen y se nos apagan.
Jag.
12_8_17


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