18 de mayo de 2017

SHAPE


A los 20 años yo me miraba en el espejo y veía la cara de uno que quería vivir en las cosquillas, suspirar de poesía y música de cantautor, y caminar de la mano de una chica bonita, preferentemente. También veía -en mi cara- que esa chica bonita se iba a parar de pronto y me daría un sonoro beso en mitad de la calle. Suspiraba por mi, me admiraba y necesitaba, y muy bonito todo. Yo le acariciaba los cabellos y sus dedos uno a uno. Me esforzaba en ser alguien con ella y para ella. Como un héroe o algo parecido. Me sentaba a su lado en una montaña o en la orilla del mar, y miraba al frente y respiraba sereno y me sentía pleno en su compañía. Sin mirarla. Sin tocarla. Sin hablarle. Todo como un cuadro de Friedrich, aunque todavía no lo conocía.
Creo que por culpa de un libro de escritos de Tàpies, a los 20 yo tenía cara de poder estar solo y lejos de esa chica, porque yo sabía abrazarla en una taza de leche caliente, y por eso no tenía que quedarme a la desesperada y patética berrea de última hora de la discoteca. Qué va. Yo salía a la calle y buscaba cada día un camino distinto, buscaba los árboles cada día más luminosos, las calles más amables, los cielos más despejados, porque ella -que venía conmigo- los estaba mirando escondida tras mis ojos. Y nada de drogas, eh?
A los 20 yo tenía cara de uno que piensa así las cosas. Nunca había oído la voz de aquella chica bonita, ni la risa. Nunca vi su rostro, no toqué su carne ni supe su nombre. No nos amamos realmente (de eso me voy dando cuenta ahora), pero ella era mi sueño, y yo sabía que me estaba esperando en otro tiempo u otro lugar, y así mientras, yo sacaba la Secundaria. Yo me miraba en el espejo y me veía guapo caminando de la mano del amor que no tenía. Y la vida era suave, y todo iba bien en su compañía. Ahora veo que yo era un hacha de la cuentística europea, sólo que eso en mi pueblo ni se entiende ni está bien visto.
Con el pasar del tiempo y otras cosas, en mi cara, reflejadas en el espejo, empezaron a aparecer mujeres de carne y hueso. Las fui recibiendo por curiosidad y supervivencia, con perplejidad y a veces con resignación. Fueron ocupando mi tiempo y mis sueños. Algunas veces me los limpiaron y les dieron nuevos colores, pero otras veces esas señoritas entraron con los zapatos embarrados, pasearon cuanto quisieron, y las dejé o me dejaron. Las suelas eran frías y duras, en fin, a fuerza de manifestaciones de la parte más pragmática de la realidad, se me fueron cayendo de golpe las pegatinas de las carpetas. Y vengan cartas, y vengan poemas.
Todo eso se acabó reflejando en mi cara: la rabia, los jadeos del placer, la extenuación, el agotamiento y la impotencia por lo que no pudo ser, y la dolorosa falta de típex que tiene esta vida para las cosas que fueron y que nunca deberían haber sido, maldita sea. Perdí caricias, olvidé rostros y me mordí por dentro la piel más fina. Tuve gestos de más y escribí cartas desde las entrañas, que provocaron carcajadas. Desde el respeto, claro. Confesar que más de una vez he puesto una bemba como centro de mi vida. Y vaya desatino, casi siempre. Cuántas frases me dijeron al oído que me alimentaron ese sueño, para acabar viendo que nada de eso venía del corazón, sino que más bien la gente se había aprendido la cantinela de un rito transmitido de padres a hijos, que quedaba muy bien en las fiestas, y sobre cuyo significado y alcance nunca nadie se había preguntado realmente en serio. Todo eso se iba añadiendo a mi cara ante el espejo.
A día de hoy me faltan meses para los 50. Ahora sé que intentar definirme es una patética lucha sin sentido. Veo reflejada la cara de alguien realmente cansado de mirarse al espejo para intentar encontrar algo que sirva para vivir. Y este texto que retoco es antiguo, y ahora me da vergüenza transcribir que mi cara de 30 estaba descalza y sólo quería correr por la hierba fresca. La de gilipolleces que se admiten para cerrar un poema. Estrictamente, mi cara de hoy no tiene fuerzas para tener un hijo con nadie, ni quiere que la madre de éste le dé a probar su leche, como soñaba, henchido de amor malentendido, a los 30. Mi cara de hoy se ríe de desesperación por haber aspirado a ser el héroe de alguna chica bonita, hacer todo lo posible por caer bien a sus padres, y plantarme ante su círculo familiar, social y profesional como un triunfador al menos en lo mío, como un ser ingenioso que viene a lomos de su entusiasmo a salvarles de la mediocridad y del escepticismo.
Me veo viejo para empezar de Youtuber, y no tengo la inteligencia ni el estómago para ser un comentarista-palmero-de-Barbijaputa. No tengo una vida digna de compartir, y no quiero ilusiones por nada. Del tema del amor, ando actualmente algo descreído, y sé que no se arregla con una manita de pintura. Para mis adentros, aunque más tristemente que antes, me sigo riendo cuando alguna lozana aparece intentando cautivar mi voluntad con su media ración de conchafina. Muy muy contada gente consigue que me relaje y mantenga a salvo mi paz en su compañía, y supongo que cada vez me encierro más.
Escribo y hago libros porque para eso tengo la polla y la matriz, y no tengo que especular con lo que siento para encajarlo en lo que puede ser o en lo que me dejan ser. Escribo solo y no quiero ser una carga para nadie, y no tengo plan ni estructura. Para cuando se me acabe la cuerda, yo sé que ya van a haber muchos adelantos. Que me metan los textos en un pendrive por el culo, antes de arrojarme al río los perros.
De todos modos, mi cara de hoy es un tronco que flota río abajo. Se está pudriendo en mitad de la corriente, pero no quiere que nadie alargue la mano y lo salve. No. Ni aunque me apunten la factura en una hoja de col y se la echen a los guarros. Mi cara de tronco está cansada de ver cómo otros troncos, que fueron salvados en su día de gozo, ahora se pudren -abandonados- en orillas extrañas, o se consumen en el fuego de hogares que no entienden.
Yo floto río abajo, es lo que hoy veo en el espejo. Y esa es la única cara que ahora puedo sostener.
Jag.
12_5_17


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