13 de octubre de 2014

ME PUDISTE EN EL ALMA,

y me abriste caminos inesperados, encendiendo señales de fulgor arrebatado cuando, sentados en la terraza de aquel restaurante, yo con un tallat, tú con una cerveza sin alcohol, y aunque asumiste, según mi triste y desganada percepción, una postura conscientemente distante, sentada recta, funcionaria, de frente, comedida, con la espalda en el respaldo, como si la conversación fuera con tu camiseta, y más aún, con las piernas cruzadas delante mío, invadiendo levemente mi espacio sin rozarme, como diciendo prohibido tu paso siguiente.

Me pudiste en el alma, conmigo aferrado a una atención contraria, calladamente anhelante, en actitud educada, caballerosa, imaginándote pellizcos, mordiscos, furores y humedades, mirándote quedamente los labios, los rizos dorados que se abandonaban al solecito templado y a las brisas de la rambla, moviendo tontamente la cucharilla, los dos codos en la mesa, los dos pies en el suelo, algo tristemente, con la cara asomada hacia ti, como a punto de darlo todo por perdido, a punto de lanzarse del balcón del cuello y afrontándote en esa frialdad que sacas de vez en cuando, mientras yo, anhelante, repito, me veía tirando al vertedero mis patéticos planes de mantener el tipo y caer, sin remedio, en la desastrosa actitud del devoto eternamente escuchante, comprensivo e incondicional.

Me pudiste en el alma, digo, después de haberte encargado, con ese precioso desparpajo tuyo, de echarme por tierra las esperanzas de unos hilos consistentes que nos mantendrían acordados en el futuro ignoto, con la niña Diana que llevas por dentro divirtiéndose, tirando con sus piernecitas peludas los pobres cuatro palos que yo te había levantado delante, y con los que pretendía erigir un templo tuyo.

Me pudiste en el alma, cuando la niña Venus que escondes sale, según su costumbre, en mi ayuda, intercediendo por los hirientes descaros de tu naturalidad que yo amo, guardándome para el final del derrumbe un “por lo menos hasta ahora”, un “por el momento”, un “y hasta aquí puedo hablar”.

Me pudiste en el alma ya entonces, te cuento, pues, aunque ahora, en la noche, a solas pensándote, no me queda más remedio que estar cayéndome de sueño, mientras algunos libros cerrados descansan en tu sitio de mi cama, hago lo posible por estirar mi vigilia y anotar, antes de enfriarme y olvidarlo, que llenaste de pros mi estrategia de contras, cuando en mitad de tu cotidiano parloteo defensivo, me hiciste un brusco silencio extrañado.

Me pudiste en el alma, amor, porque en ese silencio adelantaste tu cuerpo pequeño, y salvando esas inhumanas distancias entre tu silla y la mía, avanzando, con una claridad eléctrica hacia mi espacio, segura, inerme, invasiva, tu mano breve cogió con delicadeza mi mano derecha, que andaba en ese momento frotándome los ojos, o acogiendo el descanso de la mejilla, no lo sé no me acuerdo, y aunque yo seguía pensando que mi amor sencillo, instantáneo, aún te produce grumos, te hace bolita o te viene de otra talla, me pudiste en el alma, querida, cuando con delicadeza única te llevaste mi mano derecha hasta tu mundo.

Me pudiste en el alma porque pusiste mi palma de cara al cielo, cerca cerca de tu cara, y me tocaste una a una, como besándolas con las yemas de tus dedos, las heridas que me habían dejado las tenazas.

Ya no sé dónde quedan en este cuadro ni tu Venus ni tu Diana, sólo me cayó a plomo, repentino, en la boca del estómago ese depredador empeorarse de mi enfermedad de amor. Y digo y digo que me pudiste en el alma, preciosa insomniadora, porque con todas esas cosas tuyas, a mí no me quedan otras ganas que las de permanecer en vela y expuesto a las corrientes de aire de octubre que hay entre esas puertas que, en callada estrategia, en irracional descuido, me vas dejando abiertas.




.

1 comentario: