27 de enero de 2014

NACIMIENTOS

Al principio parece que estamos bastante cómodos, viendo el mundo a través del quicio primero, mientras flotas en el líquido calentito de tu madre. La cosa pinta como que uno no quiere nacer. Pero por cuestiones que se le escapan a tu nulo entendimiento, te llega, sin comerlo ni beberlo, tu primer apremio inmobiliario.

¡Vamos, vamos! Tu madre aprieta y grita y se caga en la puta madre que te parió. Y en una mezcla inmunda de sangre, incomprensión, mierda, improperios, sudor y lágrimas, acabas saliendo a la luz. Contra tu voluntad, incluso. Naces sin ganas, con este panorama.

Y a veces, la madre se pone a llorar desconsolada, y no quiere ni ver al hijo, y el padre, que siempre lo hay, aunque no sea imprescindible que esté, sigue aferrado inútilmente a su mano, y piensa, pero estás loca, no te me pierdas, mujer, que esa masa berreante y sanguinolenta es el fruto de nuestro amor, dice temblando mientras se caga, pantalones abajo.

No, no queremos nacer, parece. Aunque en algún momento misterioso, se le da la vuelta al calcetín, y encontramos razones y pasiones para querer vivir a toda costa.

Pensando en estas cosas, me viene de la memoria un sucedido o un texto inventado que he leído, sin recordar la procedencia ni el autor. Lo contaré, pidiendo permiso sin saber a quién.

Lo sucedido, lo inventado, tiene que ver con un médico, una parturienta, la casa de ésta y su marido, los familiares que se agolpaban ansiosos en la puerta de la calle, con cien vecinos curiosos, y el bebé dentro de la madre, que se resistía a nacer. Pues tras esfuerzos denodados, poniendo toda la sangre y el sudor necesarios, ni la madre ni el doctor conseguían convencer al niño de que la placenta acogedora estaba convulsionándose, de que sus líquidos de temperatura ideal se derramaban para perderlos para siempre. Porque llegaba el momento en que todo aquello dejaba de tener sentido y debía avanzar. Acabar. Que al otro lado del dolor y lo incierto está la luz, la vida, y había que nacer. Pero el bebé no se convencía, no.

La mamá lloraba exhausta. Al papá ya lo emborrachaban los hombres en la calle, para atontarle noticias fatales. El médico, desalentado, rebuscaba entre sus saberes y audacias, viendo cómo todas sus herramientas estaban ensangrentadas y nada, sólo había conseguido traer a la luz apenas una manita exangüe del bebé. Una mano inmóvil que parecía haber salido al mundo para despedirse de él.

Cuando languidece la fe, la vida medra. Negros y pesados son los pasos cuando te sabes caminando hacia la muerte.

Y no se sabe si por desesperación, si con desgana, que el médico acercó su dedo índice a la manita que se apagaba. Y tampoco se supo nunca por qué fue, pero parece que el niño comprendió, al notar cerca el calor que desprendía aquel dedo gigante, que aquel mundo extraño, seco, frío y luminoso era la vida, que le esperaba y no debía evitar, que le correspondía dar su primer paso y poner las ganas de vivir. Demostrarlas.

De improviso, todo pareció despertar de un mal sueño, pues el doctor, apenas rozando sin fe la manita inmóvil, notó, en un sobresalto, cómo se le agarraba con todas sus fuerzas, y supo que había que sacar de donde no había, para que ese niño naciera.

Yo pienso ahora en ti, ya sabes, constantemente, aunque a tu pesar. Y no puedo evitar iluminarme esperanzas al saber que con sólo una pequeña señal, el bebé mostró sus ganas de intentarlo, y el universo, disfrazado de madre empujando, contenido en los alientos desesperados del médico, el universo, digo, abrió todas las puertas necesarias para que el niño que quería nacer, finalmente naciera.

No puedo dejar de saber que no toda mi fe se ha derramado cuando, jadeante, en la madrugada fría, veo el lecho seco y latente del Río Nacimiento, en nuestro pueblo. Pues veo que no todo lo vivo se muestra a nuestros ojos, a nuestros alcances. Veo cuánta alegría, cuánta emoción y cuánta vida audaz puede vivir contenida en el silencio, esperando su momento mejor, su momento de estallar de ganas por dentro y empezar a humedecer la tierra, y cuajarla de pequeños charquitos que, con voluntad pujante, se van uniendo en regueros que suman un cauce que, a conciencia, van preñando, por dentro y por fuera, las riberas que nos parecían secas. Y el Nacimiento se lanza con alegría a hacer la vida que le corresponde, buscando el Pereila, para encontrar al Guadalhorce y reunirse con el Todo, o disolverse en la Nada, que es lo mismo, cuando los tres ríos mezclados llegan al Mediterráneo, que los espera para repartirlos, de Levante o de Poniente, como mejor se pueda.

Igual que el Amor te llueve encima, porque en un tiempo y un lugar distantes se había evaporado, con la misma lógica inexplicable, no puedo dejar de pensar que tú y yo tenemos una cierta humedad compartida, escondida, por lo visto, a tus ojos, contenida en mi boca, latente.

No dejo de tener fe en el día en que se te desnuden las ganas de mí.

No dejo de creer que un día sacarás la mano para nacer en mi mundo. Sólo por eso, porque intuyo cuánta vida daría nuestro río que nace y llena sus cauces, buscando el mar, sólo por la posibilidad de rozar tu mano, que de pronto me pide, permanezco atento, distante, esperando, cuidándote, en silencio, a tu lado.


Barcelona, 27_1_2014


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