8 de enero de 2014

CUIDA A TU MUCHACHO

Finalmente me llamaste, con la voz y el ansia disfrazadas, creo.

Redactaste todo con el aire conveniente del que mide, temeroso, sus culpas. Y me preguntabas:

-¿Qué hice?

Y seguí tu juego, respondiéndote con dulces paseos y vaguedades de dudoso contorno.

Todo por tu calma, pensé. Todo a juego con un arrepentimiento etéreo, voluble, persistente, que se te asomaba a la boca, al otro lado de la línea.

Tierno pájaro ensayando graznidos.

Pensé, mientras te oía, en tus labios mirándome, dando vueltas por el parque solitario, pensé en tus manos atrayéndome hacia ti con prisa, con brusquedad. Y me vino a la mente la palabra “deseo”, y de pronto la noche, a este lado del móvil, se me puso dolorosamente fría.

Y aquí estoy, repartiendo mandobles a mis vacíos más descarnados, asimilando que te apresuras a guardar mis partes buenas en el trastero. Donde nadie, posiblemente tampoco tú misma, las vea. Aquí estoy, acunándome con las tontas especulaciones que deduzco de tus mordiscos. Y el corazón, otra vez cuesta arriba, con el respirar acelerado, pensando en esas vueltas y vueltas que dimos, pensando que todo aquello era algo más que un lindo acuerdo momentáneo. Y el aliento se me desacompasa, pues aunque no me conviene, no dejo de pensar que todo era más lejos, más profundo, más tenaz, diáfano y sencillo de lo que estás dispuesta a articular delante mío.

En plena noche, vuelvo a contemplar mi tesoro, abandonado allá, en la profundidad de las calles vacías.

Finalmente, supongo que debo estar agradecido a alguna constelación de azares o alevosías, el que me hayas buscado y encontrado en esta excursión que haces, un pasito más allá de tu vida normal.

Pienso en ti y descubro en mí cierta rabia por mi resistencia, por mi autonomía, por mi ser de hierro, habituado a incorporar mieles como las tuyas a mi despensa anecdótica. Estoy cansado de resistir las frialdades naturales de la vida conveniente. Harto de la puta tramoya edulcorada con que disfrazo las cosas que realmente necesito.

Pienso en ti, en lo que de ti saben mis tripas, en que no me equivoco, en que todo acabará aposentándose en tontas explicaciones, y me viene la imagen de que lo justo es una yegua ardiente que se interna loca, en carrera desenfrenada, en un espeso bosque interminable.

Pienso en ti, a secas, en soledad nuevamente, y a la mierda las metáforas.

La verdad es que, vista aquella situación desde esta frialdad, no tengo por qué creer en tu pretendida rectitud, pues a lo largo de todo el día conservé tus sabores y olores, que no me mienten.

De antiguos dolores, saqué la enseñanza de que no son amores los que se mantienen en suspenso. Aprendí a dar valiente el paso, pues nada deseable encontraría tu valor en mi cobardía, aunque curiosamente, también supe que ni con toda mi valentía podré doblegar ni a tu pavor ni a tu indiferencia.

Así que ya ves lo que me queda.

Pienso en ti, en vela, y no hago más que imaginar el día indeterminado, borroso, en que vuelven a mí, a casa, todos esos abrazos y besos gozosos que encontraste. Y de la mano de nuestro ínfimo contacto, no hago más que imaginar que vuelve exactamente lo mismo, lo que sentiste y callaste, lo que tengo que aprender a leer en lo que hiciste, emborronado de premura y culpa, lo que te respondí con las manos y la boca, igual igual. Y aunque el deseo estalle en nubes espesas, ardientes, ocultando tras burdos ruidos las frescas briznas del Innombrable, no puedo dejar de saber que, en el caso de que yo vislumbrase un pequeño pañuelo, ondeando en la ventana más alta de tu torre, yo acudiría otra vez, valiente, con lo que tuviera en el momento, y te lo pondría todo delante, encima, por dentro y a los lados. Y saber entonces que lo mío te abrigará la piel de dentro y la de fuera, alejando la posibilidad del frio.

Eso sí, pensando en ti constantemente, para la próxima vez que nos busquemos o tropecemos, no estaría de más cambiar quicios y escalones por campos de pluma y lino blanco.


No tengo deseo más ferviente, por ahora.


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