14 de agosto de 2013

NINGUNEADO



Puede ocurrir que, en un determinado momento de lucidez o de hundimiento, ayudado por el trato deficitario o la mirada burlona, despectiva e impaciente de quienes te rodean e incluso te atañen, te juzgues un muertohambre. A veces, a mi mismo me ha sobrevenido esa incómoda impresión, en lo referido a amores y trabajos.

Lo llamo ser o sentirse un muertohambre, porque el sentimiento puede venir indistintamente de alguna podredumbre que tienes instalada en el amor propio, o también puede venir inspirada por el trato –en el amor y sus variaciones, en los trabajos– con los demás. Sea el caso de ser o de sentirse, sea real o imaginado, inspirado alevosamente o tergiversado por el descuido o la malicia de los otros, siempre eres, te sientes o hacen que te sientas como una oferta prescindible, una aportación insignificante, e incluso un simple peso muerto.

Cuando he tenido esa impresión, el amor no me ha parecido amor, la amistad me ha quemado y los trabajos, la relación que implicaban, me estaban quitando mucho más de lo que me podían dar. El respeto por lo que soy o significo, siento que muere para los demás, y veo que languidece en mí.

El respeto es a las relaciones lo que el caldo a un potaje: está dentro y está fuera de todos los ingredientes, es el aglutinante que da nombre propio, carácter al conjunto y, en última instancia, es el depositario del sabor. Sin caldo en el potaje, sin respeto en las relaciones, las cosas se queman sin cocer, y no dejan de ser una amalgama inconexa e incomestible a la que no le cabe nombre ni, por tanto, uso.

No puedo sobrar. En diferentes fases de mi vida me he dicho que mejor estar solo que ser una mala compañía. Un garbanzo que da un paso atrás, antes de precipitarse por la boca de una olla sin futuro, sabe, inspirado por una débil luz de su interior que:

1.   Hay más potajes en el mundo, y
2.   Si no puedes ser potaje, puedes ser semilla.

Todo este redondeo absurdo es para exorcizar el hecho terrible y repetido de que, en algunos amores, en algunos trabajos, me han ninguneado.

Toda esta tontura es sólo para señalar que en los sucesivos quebrantos que ha ido sufriendo mi orgullo, me retiré casi siempre sin lucha ni resistencia, pues, a pesar del dolor de verme como carga, digno sólo del desprecio, vi con maltrecha claridad, que mi dignidad era demasiado honda e inabarcable como para ser valorada (por mí, por los demás) en aquella concreta situación. Y llegar a pensar eso, me liberaba: YO no soy esas situaciones, y tampoco soy las opiniones de quienes se dejan llevar por esas situaciones.

El ganar poco o nada, el no ser valorado en algunos trabajos, en algunas mujeres, traía, para mí, la medicina que me ayudaría a superar el doloroso escozor del ninguneo. Al moverme para sacar a mi propia dignidad de una situación indigna, vi en su desnudez la única ventaja del muertohambre: si eres poco, si te valoran prescindible, banal, molesto, a la hora de abandonar y perder, eres TÚ el que tiene poco que abandonar. Eres TÚ el que no tiene nada que perder. Si te desprecian, te liberan. O algo así.

En fin, si tu dignidad no encuentra acomodo en una determinada situación o contexto relacional, el que encuentres la fuerza, la decisión de abandonar el acuerdo, la coyuntura, por tu propio pie, consigue que hagas una eficaz limpieza de tu panorama. Te moverás por supervivencia, sí, pero en esa sola intención, en el puro movimiento, encontrarás trazas del amor propio que habías perdido. Esa decisión, ese movimiento, más que el lugar al que te lleven, te darán paciencia y entereza y seguridad para que encuentres los trabajos, los amores, los espacios más favorables a la dignidad que nunca deberías haber visto mancillada.


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