14 de agosto de 2013

COMO TODO LO DEMÁS


Hablando de los zapatos, incluso hablando sólo de uno de los que forman el par que llevas puesto, cuando te molestan, cuando directamente te hacen daño, lo mejor es cambiarlos, seguir buscando los tuyos.

Esta simple solución, que puede parecer una insultante obviedad a rubios/as y moreno/as, por increíble que parezca, no siempre es elegida como primera opción. Y esto lo escribo destilado de mi propia experiencia, ya ves.

A veces nos quedamos pasmados ante las soluciones más fáciles. Como si nos sobrara el tiempo o la energía, a fuerza de insistir en los misterios de la vida, buscamos y buscamos las vueltas a lo que el sentido común nos presenta, desde el primer momento, como unas puertas abiertas de par en par.

Yo, personalmente, tengo una habilidad pasmosa para andar dando rodeos a lo evidente, y acabar sembrando mis propias desdichas. Y claro, si ofendes a la prudencia, al sentido común, lo acabas pagando, más pronto o más tarde.

Hablando estrictamente de zapatos, uno maneja toda clase de razones ilusorias, atenuantes y argumentos inventados para prolongar, lastimosamente, lo que uno quiere ver posible en lo que realmente no lo es. Yo tenía una novia que decía que para conocer a una persona hay que mirarle los zapatos. Creo que no le faltaba razón, aunque el tema es mucho más amplio si atendemos a que lo que uno ES lo tenemos siempre mediatizado con lo que uno mismo cree que es, lo que uno quiere ser, e incluso lo que aparenta ser. En fin, que hay muchos zapatos susceptibles de calzarnos, antes de que demos con los nuestros.

A veces, en la vida normal, sin aviso, ocurre que te encuentras con el zapato soñado, a un precio increíblemente rebajado, en el estante de pares sueltos. Puede ocurrir que no son de tu talla, pero te los pruebas y empiezas a verlos perfectos. Uno dice que es cuestión de buscar un calcetín más fino, cuestión de darle grasa por fuera y por dentro, y los más abnegados lo arreglan conteniendo la respiración. ¿Pero por qué tanto invento? Uno dice que es por la boda, otro porque no tiene tiempo, y otro que por la desesperación, pero oye, es un color TAN bonito, es una línea TAN elegante, que qué importa ese pequeño sufrir al principio. Uno se dice que todo lo nuevo molesta. Así que lo paga, y se lo lleva.

Luego uno se pone esos zapatos TAN elegantes, TAN preciosos, TAN rebajados, y se echa a la calle con ese aire suficiente de ¨nadie está en mis zapatos¨, y va uno por el mundo, sabiéndolo o sin saber, con ese andar aparentemente distinguido, con ese gesticular controlado, con esa sonrisa tensa del que está en unos zapatos TAN de otro pie. Y lo doloroso no es el dolor de los pies, qué va. Lo doloroso es que uno asume ese dolor como algo necesario, ineludible. Normal. Uno se dice, entre dientes, hostia, sí que duele, la horma está dura, la costura está apretada, la suela está rígida. Nada, hay que seguir caminando, a ver si la horma se ablanda, la costura se relaja y la suela se elastiza.

En la vida, entre chispacitos de dolor, uno se dice que, caminando, el zapato se hará al pie, pues para eso es el pie de quien lo ha pagado, ¿no? A ver quién te convence de que justamente está ocurriendo lo contrario: es el pie, de entrada, el que se está adaptando al zapato. Y uno tiene esa pereza, uno tiene esa elegancia para acabar sobreseyendo los fallos propios porque, total, quién va a echarle cuentas a ese mísero dolor que uno lleva escondido en el zapato. Son las cosas de lo nuevo, insiste uno mismo, las cosas que conlleva el mantenerse con la mirada suficiente, el atuendo calculado. Que no hay elegancia sin sacrificio, se dice uno, y bueno, ¿qué es una simple rozadura? ¿quién ha de notarla –te dices, ufano– mientras no consiga alterar la rectitud de mi porte? Bueno, la notas tú mismo la rozadura, claro ¿a quién más si no habría de hacerle notar su mensaje? Porque la rozadura, si te fijas, no es más que la advertencia de que no es perfecto el argumentaje que te has montado. No es mucho más. En esa zona, te está avisando de un roce no deseable: la piel se calienta y te hace una bolsita de aire. Duele, ¿verdad? Nadie lo ve, te dices, por suerte. Pero, a cada paso que das, el pie, puntualmente, te va diciendo que aquí, aquí, aquí, etc, él no puede adaptarse al zapato ¿Lo escuchas?

No. Lo oyes, pero no lo escuchas. Era tu oportunidad de corregir, tu posibilidad de volver al sentido común, pero no, tu solución fue correr a casa y descansar de tu ropa de calle, de tu sonrisa compuesta y jugar a que cada día ya ha pasado lo peor. Y será el yodo, será el agua con sal el torpe andamiaje que sostendrán las prórrogas de tu dignidad.

Y uno duerme, y hasta sueña, hasta la hora que marca el despertador, en que todo se da nuevamente por comenzado. Así que uno se levanta, y aunque haya dormido abrazado, en compañía, es en la intimidad de uno mismo que, mascullando sandeces, decide NUEVAMENTE ponerse otra vez esos zapatos. Duele, joder, y a nadie deberías echarles las culpas, pero uno tiene ese estilazo de caminar dolorido, por la mañana temprano, puteando al Bundesbank, a la consistencia de la burbuja, o maldiciendo los enredos en los que te mete tu prima, que va a acabar por joderte las reglas del juego democrático.

Uno sigue adelante, ¿no? Todo será mejor después del cafelito, se dice. Todo será mejor cuando haya volteado la mañana, se dice. Pero el dolor persiste, tú. Y una buena mañana ves con claridad que han ido pasando los días, y la rozadura degeneró en ampolla, y en tu obstinada intimidad, la ampolla opositó a callo. Y no es más que tu testarudez, que se enquista: invitado por tu dejadez y agasajado por tu indolencia, el callo es un dolor que se te queda a vivir en el pie. Con el zapato que lo provocó y con los que te vienen perfectos. Igual que la ampolla era una señal que te sugería cambiar, el callo es un cambio impuesto. Un dolor estable, una fealdad que se queda.

Y uno dice que ya va, que a qué tanto dramatizar por un dolor mínimo y una fealdad inapreciable. Uno dice, total, no es con la belleza del pie como va uno a conquistar el corazón de una dama, que no es con la belleza del pie como se gana uno un puesto remunerado. Uno se convence de que esas cosas son males menores, que se disipan enmedio del torrente de azares y alevosías que conspiran contra tu felicidad. Que no hay que exagerar, vamos, viene uno a decir, desde sus zapatos.

Pero has de saber, testarudo impenitente, que la Naturaleza sigue más allá de nuestros tontos y débiles argumentos, sigue siendo sabia más allá de nuestros conformismos y escapatorias. La Naturaleza no se va a quedar en la fealdad que llevas escondida. No es ese el fin de su enseñanza. Pasarán los días y los días, y notarás un pinchacito en el tobillo, y pensarás ¿será que va a llover? Pasarán las semanas, y encontrarás que el pinchacito se sube a la rodilla. Te dirás qué raro, y desde tus zapatos, te cruzarás con el sentido común y sentirás que te saluda con frialdad. Y pasarán los meses y el dolor seguirá subiendo: de la rodilla a la cadera, y de la cadera a la espalda. Entre atónito y resignado, te dirás, cómo han pasado los años. Pero a esas alturas, la Naturaleza habrá acabado por perder su parte condescendiente contigo. Estallará ante tus lamentos y te llamará imbécil.

Imbécil porque tiraste por la borda la mayor parte de sus advertencias, porque arruinaste sin remedio muchas de las oportunidades que tenías de negociarte digno ¿Dónde pusiste la atención, dime? ¿Dónde concentraste el tino, la decisión, antes de que fuese demasiado tarde?

En la vida te acostumbras a componer alabanzas al vigor de tu flequillo. Te preparas para saborear la dulzura tensa, la piel de fragancia mandarina, la música de las estrellas, pero, ¡ay, pobre infeliz! ¿No has caído en la cuenta de que todo lo bueno es caduco? Los dulces, la fruta de temporada, el vigor de la sangre. ¿No lo has notado? Pondrás tu más bravo empeño en esas tetas que te miran de frente. Bien, pero te advierto que acabarán perdiendo su puntería. El paso del bóxer al gallumbo, del encaje que invita a la faja que contiene, ese paso, conlleva una cuota obligatoria de inocencia que palidece. El amor más colosal busca descansar en breves remansos de alegría. Agradece hoy la fuerza, la salud de tus entusiasmos, pues el blanco, con el uso, va deslizándose hacia una amarillento pálidamente irreversible. Tu claridad va a ser menos clara y tu vida acabará siendo ley de vida. Muchas de esas cosas venían impuestas por la biología, la termodinámica y la química molecular. Sus lógicas dicen que todo lo que es natural se gasta, se cae y se muere, sí, pero, ¿recuerdas cuántas cosas estaban en tu mano? ¿Recuerdas qué hiciste con ellas? Relájate un poco y piensa claro. No es el caso en que tenemos que hacer las cuentas de todo lo demás. Piensa sólo en aquel zapato que no te venía bien: por mantenerte firme en las precarias convicciones de tu hormona, los pagaste y te los llevaste. No te correspondían, pero seguiste adelante, y asumiste el dolor que te lo advirtió. Menospreciaste a tu paso el paso de la rozadura a la ampolla, y de la ampolla al callo. Y no paró todo en la fealdad que aceptaste a escondidas. No te acostumbraste, pese a tu jactancia, a convivir con el dolor. Lo peor es que obviaste sus advertencias. Las ninguneaste.

Tu vida, así, se ha visto deformada por tu testarudez, por tu orgullo. El dolor dictó nuevos juegos al pie. Y esas condiciones las heredó el tobillo, magnificándolas en movimientos verdaderamente perversos que condicionaron a la rodilla y dañaron la espalda, pues tampoco pudieron ser asumidas por la cadera. Sólo así, tan sencillamente, manteniendo hasta el final una simple decisión errónea, sobrellevando el dolor, llevas una vida maltrecha en tus preciosos zapatos.

Con esta manera que tienes de llevar tus cosas, las que se refieren a elegir unos zapatos, y a todo lo demás, piensa qué fácil hubiera sido, en su momento, evaluar que lo que no es de tu talla, lo más prudente es evitarlo.


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