1 de mayo de 2013

EL ORDEN.


Las cosas que acaban importándonos, en un principio, no tenían entidad para nosotros. En ese principio, al verlas o sentirlas por primera vez, se nos aparecen como tonterías subjetivas, pijadas, rarezas y caprichos que todos tenemos por dentro y que cada uno mantiene ocultas a los demás, pues tememos que esas blandas ocurrencias revelen algo de nuestra inconsistencia mental o minusvalía no patológica a nivel emocional. En un principio, esas cosas no pasan la criba de la reflexión, y se quedan ocultas, casi sin querer, en un cajón indefinido donde amontonamos lo que no sabemos ver con lo que no queremos ver: nuestros fantasmas, los complejos inconfesables y tantos chispazos de emociones raras que ni con nosotros mismos queremos compartir.

Las cosas que acaban importándonos, en un principio, no son importantes.

Pero ocurre que, por azar o descuido, por un ataque de celo responsable, por un arrebato de ciega honestidad, de puro aburrimiento, o por oscuras cuestiones de supervivencia en el diálogo con uno mismo, a veces, esas cosas salen a la superficie.

Cada persona, cada cosa, tienen su interruptor específico para que en determinado momento, lo que ha ido originándose en un espacio exclusivamente privado, madure, rebose o estalle, quedando a la vista de esa persona misma, y con la posibilidad de exponerla ante los demás.

Lógicamente, como cuando un niño nace, el encuentro con la luz, el paso del interior acogedor al exterior, deslumbrante e incierto, provoca confusión y ruido. A veces sangre, a veces lágrimas. Para entonces, las cosas ya han hecho ese cambio, aunque nos pese. Ya SON. Tienen un peso tangible y una medida por determinar. Ya tienen una entidad, aunque aún no las hayamos medido. A pesar de que las consideramos secretas, esas cosas, con su papel más definido, acaban saliendo en los bares. La confianza conoce al descuido y esos secretos ya están en el mundo. Y a esas cosas, que se criaron sin parecer importantes, ya sólo les falta un poco de atención del que las dice o del que las oye, para que vayan cogiendo un poco más de cuerpo. En el interior de uno, SON. Cuando salen al exterior y se muestran a la vista de los que se toman contigo la cervecita, pues ya ESTÁN. Las menciones, los debates y aún las negaciones no hacen más que acrecentarlas. Así van adquiriendo su importancia. El paso siguiente es el que adopta el que dice esa cosa, o uno entre los que le oyen, que crece en hondura, curiosidad o percepción, y quiere saber más, quiere decir más, y apunta esa cosa en un papel blanco.

Yo supongo que no tenemos que echarle cuenta a todo lo que sale y entra en la cabeza. Supongo que no tenemos que estar pendientes de todo lo que descubrimos en el corazón. En el corazón y en la mente criamos grandezas y monstruosidades. No todo necesita de nuestra atención: viviríamos embobados y nunca sacaríamos nada en claro. No sobreviviríamos.

A nivel biológico, las especies animales sobreviven, entre otras cosas, por la capacidad para discernir entre lo que es importante para su supervivencia y lo que no. Todas las mermas y titubeos que se den en esa capacidad van en detrimento de la especie. En un sentido  estrictamente biológico, y ésta es una opinión a nivel usuario, EVOLUCIONAR, se da cuando los individuos de una misma especie asumen cambios deducidos de experiencias compartidas. Esas experiencias tienen lugar en cada individuo. Los posteriores aprendizajes, los cambios necesarios a la especie, vienen de la comunicación (por cualquier vía) de esas experiencias, del contraste de las percepciones y de la adopción, en común, de tentativas de mejora. Lo que quiero señalar es que, a pesar de la infinidad de vías que hay para compartir percepciones individuales y convertirlas en experiencias útiles a la especie, para percibir, comunicar, contrastar, y sacar algo en claro, los seres humanos usamos casi exclusivamente el lenguaje de transmisión oral y escrita. Es el lenguaje el que nos configura como especie. Me quería referir a que nuestro crecimiento está regido por un orden sencillo del que no siempre somos plenamente conscientes.

A veces somos egocéntricos. A veces somos cobardes. A veces somos inconscientes, vagos y caprichosos. A veces nos perdemos en conjeturas apresuradas que nos llevan a proclamar que la vida no tiene sentido. Y entonces nos dedicamos a evadirnos, a pasar el tiempo, a coleccionar alardes, envanecimientos y orgullos vacíos. Y vivimos elaborando estrategias basadas en paradigmas que sólo están en nuestra mente. Construimos sobre barro y valoramos en base a espejismos. Trampas. Mentiras. Equivocaciones y cansancios.

Podríamos, por contra, abrir los ojos, ser valientes y VER que tú y tu prójimo sois uno solo. Que todo es uno solo y nadie es nada. Nos encontramos perdidos en nuestros distintos nombres, gustos, apariencias y números del zapato. Nos equivocamos, pero no nos con-fundimos: nos dis-fundimos y así, vivimos espalda contra espalda, en soledad, en ilusión de compañía. Podríamos ser valientes, atrevernos a ver que nuestros secretos inconfesables, nuestras ideas más peregrinas, nuestras locuras más íntimas, nuestros sentimientos indescifrables no ocurren en nuestro interior. Podríamos ver que no hay interior ni exterior, que todos somos todo, que esas cosas que crees que sólo a ti te ocurren, esas cosas, están en todos los demás, escondidas dentro y fuera suyo a la vez, esperando que alguien las señale y les reconozca su sentido en la mecánica del todo.

Podríamos romper nuestros espejismos y arremangarnos para construir el mundo desde abajo. Desde dentro de nosotros, que tiene los mismos materiales que el cosmos. Podríamos sentirnos uno e infinitos, dar con humildad la lectura de nuestras cosas que no importan, decirlas en los bares, ponerlas en un papel blanco a disposición de todos, por si alguien encuentra en ellas algunas claves para explorarse, para explicarse y avanzar en la construcción de su propio sentido.

Podríamos ser valientes y ponernos a disposición del universo, y ver que nuestras cosas que no importan tienen su lugar en los libros que escribimos, que pueden germinar en las conversaciones de otro tiempo, en los corazones de aquellos a los que no conoceremos. Podríamos ver que esas ideas, que sin ser compartidas carecen de importancia, al salir de su escondrijo, construyen nuestra vida y la de quienes lean, igual que nos construyeron los libros que leímos.

Y la construcción del todo, el orden, continúa su curso cuando las palabras que dan forma a tus sentimientos tontos, las de tus descabelladas ideas inconfesables, encuentran cobijo en la gente de la calle. Les llegarán oídas en los bares, pintadas en los muros, enterradas en los diccionarios, abandonadas en mensajes líricos y majestuosos. Entonces sabrás, por si necesitabas aún pruebas, que en el metro están comentando lo que se destilaba de tus intimidades, que en las academias conceptúan tus recovecos, que en las plazas se enciende la gente con tus tontos chispazos. Sabrás que algo tuyo había en la gente, mientras te sentías solo. Sabrás que tus palabras, tus matices más ínfimos, salen del metro y hacen cola en los mercados. Sabrás que hiciste bien en superar el miedo de sentir tus cosas, sabrás que hiciste bien en respetarlas y darles su lugar y escribirlas, pues con tus emociones raras, poniéndolas a disposición de todos, te estás dando TÚ. Y brindar la lectura de quien eres, ayuda con honradez a hacer una exploración de quiénes somos. Y esa es una cosa que a mí, al menos, me parece importante.


José A. González.
Vila de Grácia.
12-4-2013


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