1 de abril de 2013

INTERVALO.


Es por pura supervivencia que he aprendido a abstraerme. Caminando por mis calles de mil motores encuentro dentro de mí refugios silenciosos, instantes de penumbra que se superponen a las imágenes de estupidez alevosa que componen mi realidad.

Entonces, como en las películas, la vida se me presenta como una sucesión de imágenes deseables con su propia banda sonora, una música que me ayuda a interpretar cada gesto, que explica sin palabras los sentimientos ajenos y le da un carácter a la oscuridad y una medida al silencio. Esa música me transporta y me dibuja garabatos en el aire. De sus huecos sale a veces una pradera por donde puede correr mi espíritu, o la voz de una soprano que canta sola bajo la tormenta.

Y descubro dentro de mí una calle con coches rojos, azules y blancos que pintan líneas de luz en la noche, en los adoquines mojados. La gente, envuelta en una palidez acogedora, camina –alborotando el vaho espeso de los perros- hacia los portales entornados y oscuros que se confunden con el rojo herrumbroso de las paredes de ladrillo. De vez en cuando aparecen algunas ventanas encendidas que insultan al frío y a la oscuridad y me muestran trozos de vida anónima, pequeños fotogramas que se van sucediendo conforme camino. Me hablan de los tedios y las desventuras, de los sobresaltos, del pudor, de los humos de las cocinas y de las siluetas de los amores que –nebulosamente- se debaten tras los cristales de las ventanas de mi barrio imaginario.

Yo me quedo quieto y disfruto del aire fresco que entra en mi cabeza. Y paseo una mirada tranquila por mis pensamientos y entro en el abrazo de una habitación en penumbra. Un rayo de la luz cambiante de la tarde ilumina fugazmente los ángulos de la estancia, su mano imprevista va posándose sobre unas estanterías como detenidas en el tiempo y se me van brindando pilas de libros polvorientos, tendidos, desteñidos, manoseados; desde la pared verdosa me están observando viejos grabados botánicos, relojes inservibles que se ocultan en los ángulos umbríos, y se van sucediendo los brillos suaves de innumerables figuritas de porcelana. Angelitos a los que les falta un dedo. Damas de sonrisa añeja y descolorida. Animales desprovistos de su viejo ímpetu, expulsados –moribundos- de sus egregios salones. Son sólo los nuevos vecinos de un sinnúmero de sillas sucias y bronces anacrónicos.

El crujir del suelo tibio de parquet está midiendo mis pasos. La luz melosa de la tarde me ha abierto una puerta, me ha llevado a una habitación con lámparas de pergamino dorado. Allí, rodeada de espejos tapados con velos de encaje, está la depositaria de todos mis amores –los pasados, los futuros, los inconcebibles-, sentada en un diván me espera, los labios anhelantes. Descansa de un viaje interminable. Viene del miedo de no querer esperar, del miedo a esperar y que nadie llegase, del miedo a esperar y que no mereciese la pena haber esperado. Hoy ha tapizado el suelo con hojas secas. Hoy ha tenido miedo de dormirse después de haber esperado, de que yo tenga miedo y quiera pasar de largo, de puntillas. Aquí, en las estancias de esta casa de mi barrio imaginario está el final de todos mis viajes.

Con su pelo corto y mojado, con su cara de hacer preguntas, está ella esperándome, de perfil. Sobre un fondo rojo.


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