10 de febrero de 2013

PAISAJES EN LA BRUMA.


De tanto señalar las piedras que me obstino en ir tirando a mi tejado, vivo convencido de nuestra imposibilidad, pensando en que nuestras vidas, vistas en una mirada de conjunto, son el baile sinuoso de dos líneas independientes que se van cruzando. En esos puntos nunca se sabe cuándo es efectivo el encuentro ni en qué momento preciso se consuma la separación.

Podría yo aprender a saborear ese momento en que estás o el que te presiento, el de tu compañía, cuando te paras a mi lado. Podría yo aprenderme sereno mientras te alejas, aventurar estrategias para salvar nuestras distancias o inventar protocolos que precipiten nuestras coincidencias.

Pero no me abandona la incómoda sensación de que estando juntos tú y yo, siempre acabamos mirando algo más allá. Nos hablamos, sí, pero los cuerpos, las almas, se nos desdibujan. Encerrado cada uno en su estremecimiento, admitimos en silencio que nuestros corazones no se están tocando, y no hacemos más que mirarnos como dos rocas enfrentadas en el estrecho: pasan las barcas vacías, de la tarde a la noche, y vuelven cargadas de esperanzas, del amanecer a la mañana, pero nosotros no hemos hecho más que bulto, intuyendo nuestros paisajes en la bruma.

Con la sospecha de granito afilado de que tú tengas un rumbo y yo otro, no hago más que alimentar certezas de que no son posibles los tiempos de ternura entre dos seres que se viven desenfocados.


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