23 de febrero de 2013

UN PERFIL SILENCIOSO.


Te has acabado poniendo delante de lo que yo creía o pensaba. Delante de lo que amaba. Pero ¿cómo te mido? ¿con qué referencia o dimensión puedo aproximarme a saber lo que eres, si unas veces tu presencia, otras veces tu sombra, se ponen ante mis ojos, ante mi corazón, llenándolo todo? Algunas veces pienso que lo haces sin intención, otras veces que sin inteligencia ni método en la emoción, pero, igualmente, te paras enmedio de mi mundo, mirándolo con una sonrisa, y acabas impregnándolo todo con tu perfume.

De nada sirve la extensión que pueda abarcar con mis ojos, de nada sirve el brío ni el freno de mi torpe corazón intentando saber, absorto, en qué me muevo contigo. ¿Es culpa tuya? ¿Mía? ¿Es no más que un rastro de las circunstancias? No sé nada, y al cosmos no parece importarle.

Anoche soñé con tu sonrisa sencilla. No había destino ni pretensiones. Sólo tu cara floreciendo en lozanía, y unos ojos pillos, como disimulando el poder que guardas. Y tus gestos, en la bruma del sueño, se mezclaban en mil rostros bellos que me habían amado, a su manera, cada cual en su momento. Recorrí laberintos inaprensibles, y se veían magníficos desde mi excitación o en mi ceguera. Todo el camino, en mi sueño, lo hice feliz y balbuciendo, hasta que una oscuridad lechosa empezó a abrirme, a quitarme velos perniciosos, a limpiarme dudas y clarificarme destinos. Todas las caras que me han sonreído, todas las caricias que, a lo largo de mi tonto aprendizaje, improvisé en cuerpos que se me desganaban, en abrazos que iban perdiendo, sin remedio, la convicción, la razón o las fuerzas, todos los ojos que pensaron, en su momento, que mi aporte prometía, que mi corazón era digno, que mi aliento era precioso, que mi abrazo era acogedor, todas, todas esas caras estaban juntas al mismo tiempo en la tuya. Y todas sumaban tu sonrisa, en mi sueño. Me estabas abriendo puertas insospechadas. A mí, que había dejado de llamar. A mí, que sólo disponía de cansadas esperanzas sin iniciativa. A mí, que había agotado las provisiones. A mí, que había gastado los zapatos sin saber a dónde iba. Tu sonrisa era la casa, el campo con sus pájaros arrancando briznas de hierba seca para hacer sus nidos, tu sonrisa era el árbol, sus frutos, y dentro de cada fruto, un pequeño corazón con su latir más audaz. Todo era sereno, en mi sueño, que te celebraba. Desperté dichoso, sabiendo que no te encontraré en un buscar, sabiendo que acabarás viniendo sola, por tu pie, a los jardines de mis empeños. Mientras encontraba el momento de levantarme, lamenté no tener un aroma que impregnara el universo y te llamara. Lamenté no saber el número de todos los teléfonos ni la flecha de todos tus vientos. Desayuné sonriendo, haciéndote un sitio mudo, a mi lado, intentando dejar a tu alcance mi parte más leal, mi perspectiva más serena.

Luego el día se fue complicando, a pesar de las apuestas ganadoras que guardaba en el corazón, cuando me eché a la calle. Todo empezó a parecerme un placebo absurdo. Y volví a comprobar lo perdido que estoy, mientras estás mirando, amorosamente, para otro lado. Contigo, y también sin ti, tengo rota la vasija de medir los litros, el termómetro de las temperaturas aconsejables y la vara de los metros posibles. Contigo, sin ti, he perdido referencias de la razón de cada profundidad, del dolor que conlleva cada hondo compromiso. Brújula, objetivo. La certeza del tino de los labios. La seguridad del pie midiendo el paso.

Todo me derrota a veces, y temo la hora del fin de las imágenes poéticas. Sigo en la ansiedad, estrujándome las ropas, comiéndome las mejillas por dentro mientras te veo, aunque invisible y ausente, plantada en el centro de mi vida, a tu callada manera, con tu presencia plúmbea, con tu gobierno inclemente, reclamando lugar en la casa que me has construido. Vienes sin llave, a mi pesar.

Despierto varias veces después de mi tonto despertar, y sé que puede que no sirvan las calles ni los alientos que he recorrido, sé qué nada sirve para que sepa qué quiero ni cómo llamar a esto en lo que me encuentro, solo, contigo. Y siempre, a cada despertar, me martillea la infame sensación de que no despertaré del todo, de que no he hecho por merecer unos ojos completamente abiertos, y me pierdo en mi claridad inventada, y me dedico a llenar hojas sucias con toda esa ignorancia y desolación, con todo ese infructuoso temblor de espíritu.

El texto avanza como yo, acumulando tipos, columnas y líneas, sólo por aplazar el hastío, por entretener los requerimientos de la desesperanza, y ni él ni yo sabemos a qué atenernos, y ni él ni yo sabemos adónde vamos.

No hay consuelo. No hay monte ni prado ni matorral digno de cobijar mi deseo. No hay valle salado que me cure como el tuyo. Se me están olvidando las preguntas que iluminaban, aunque pobremente, mi salida de la desorientación. He dejado de creer en la ciencia borrosa que une sin vínculo, que hace volar sin aire. La que me hace sentir encajando perfecto en la forma en que, ahuecándote, me abrazas.


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12 de febrero de 2013

MEMO

Cuanto más memo,
más cerca de la verdad sin adornos,
sin condiciones ni retórica.

Más cerca de la verdad, desnuda
en su independencia.

De la verdad que no necesita justificación,
explicación ni público.

Cuanto más memo, menos fingido,
más alegre, ligero e inocente,
más comprometido con lo simple.

Cuanto más memo, más seguro, más directo,
más exacto, puro e inconsciente.

Cuanto más memo, más limpio,
y de remontarnos a los orígenes de los principios,
diremos que
cuanto más memo, más humano.


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11 de febrero de 2013

TRAVESURA DEL ALMA


La verdad que se me impone, después de haberlo reflexionado, es que no la abracé más, o mejor, porque venía de un día perro de trabajo físico y no me había duchado.

Otra verdad, que precede a la primera aún antes de haber reflexionado, es que la chica preguntó y preguntó con los ojitos soñadores, a mi modesto parecer, y maldisimulando la sonrisa me escaneaba los dedos de la mano, que tenían más tinta que el papel en el que escribía, mientras ella descansaba de sus apuntes.

Y añadiré en mi favor que tampoco la pillé mirando la hora cuando nos cerraron la biblioteca, y dimos unas vueltas y nos acabamos sentando a mirar la tarde que desfallecía, en un parque plagado de quinquis, erasmus y naranjos bravíos. Y pasaron algunos silencios, y nos vino el frío justo para que nos desabrocháramos las excusas para estar un rato abrazados.

Todo regresa a mí como un recuerdo placentero. Estaba todo bien en aquel justo momento en que, quizá demasiado exhaustivo en la digestión de mi vacío, aflojé la firmeza de mi abrazo. Y pasamos al momento siguiente, simplemente rozándonos, mientras hablábamos de libros.

En la calle del León me apuntó su fijo, su móvil, su correo. Me dio un beso después del mío y dijo que seguro que nos encontraremos. Nos despedimos, la calle se quedó vacía de ella y se fue llenando de filipinos, y yo me dije que no, que no parecían haberle molestado mis olores.

A ver, esto no es un documental de animales, ni soy un poeta en ciernes: no voy a buscar una montaña bien alta para soltar mi aullido más estremecedor. No voy a restregar mis feromonas por la corteza de los árboles, pues qué ganaría el mundo con ello. No voy a ponerme a sacar músculo ni a enseñorear el plumaje iridiscente de mi cuello. No voy a astillar mi noble cornamenta en desafío, ni voy a agrietar el páramo arrastrando las pezuñas y los versos. No hombre, no. Antes de entrar en una vorágine de deseo y sufrimiento, antes que ponerme a intentar saber qué ni cuándo, ni dónde ni cuánto, doy un gracioso salto lateral y dejo el camino para patear el sembrado.

Es en esa ligereza, que lo sepáis, es en esa despreocupación donde reside la manifestación del amor más puro. La valía. El orgullo. La confianza. Serenamente, no sé qué quiero pero sí sé qué no quiero. No hay competición ni meta. Ella sabrá quién soy y ella sabrá qué quiere. Igual que los ríos van al mar por fuerzas mayores que ellos, y esas fuerzas los cambian de estado y los envían de nuevo a las cumbres para volver a buscar el mar por el camino más largo, yo iré y vendré con mi mejor cara a lomos de esas mismas fuerzas, que a todos nos arrastran. No tengo que malgastar empeño en poner carácter a mi naturaleza, si es esa propia naturaleza la que nos contiene a todos. Sé que la evolución de la situación, en aquel placentero entonces, probablemente le estuviera revolucionando los líquidos del cuerpo, y no desdeño la posibilidad de que, en mi presencia, sus elastiquillos se estuvieran relajando. Lo sé. Pero igualmente sé, como me han dicho reputadas voces, que igual que hay mil poemas para conquistar a todas las damas, no hay ni uno que logre retener a tu lado a una de ellas. Yo sigo mi camino y que haga una buena comida con mis señas.

Ella dijo que seguro que nos encontraremos, y quién sabe la travesura que nos deparará entonces el alma. Nadie lo sabe. Yo me voy a mi huerta a criar buen corazón, por si acaso. Me voy porque quiero decir mejores palabras cada día, a ver si pueden ayudar a compensar o reforzar la podredumbre del mundo. La honestidad es una puerta abierta de par en par. Y mantiene la casa ventilada, y el aire renovado, y le da la vida a esas cosas insignificantes que te ayudan a mirar a la vida cara a cara.

Un pez no puede cambiar la temperatura del agua que le contiene. Puede vivir pendiente de los matices que le convienen o no, y moverse él mismo para buscar el entorno que más le quiera. Un pez sobrevive por su capacidad para mantener esa atención al cambio necesario. Nos encontraremos, seguramente, pues ella vendrá un día de un lugar, y yo habré ido allá. Y estaremos pasando de un momento al siguiente, con gana o con hastío, porque alguien nos abrumó de amor o de indiferencia, porque alguien nos fustigó sin piedad o ninguneó nuestras caricias. Nos encontraremos o tropezaremos literalmente. Y a lo mejor nos recordamos los olores y nos ponemos al día en besos, a lo mejor descubrimos en ese preciso momento que se nos han olvidado miles de palabras importantes, y sentiremos en una especie de sereno pudor que entre nosotros están de más el sí o el no, el hola o el adiós, el ya, el diosmío y el anda, cállate la boca.


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10 de febrero de 2013

PAISAJES EN LA BRUMA.


De tanto señalar las piedras que me obstino en ir tirando a mi tejado, vivo convencido de nuestra imposibilidad, pensando en que nuestras vidas, vistas en una mirada de conjunto, son el baile sinuoso de dos líneas independientes que se van cruzando. En esos puntos nunca se sabe cuándo es efectivo el encuentro ni en qué momento preciso se consuma la separación.

Podría yo aprender a saborear ese momento en que estás o el que te presiento, el de tu compañía, cuando te paras a mi lado. Podría yo aprenderme sereno mientras te alejas, aventurar estrategias para salvar nuestras distancias o inventar protocolos que precipiten nuestras coincidencias.

Pero no me abandona la incómoda sensación de que estando juntos tú y yo, siempre acabamos mirando algo más allá. Nos hablamos, sí, pero los cuerpos, las almas, se nos desdibujan. Encerrado cada uno en su estremecimiento, admitimos en silencio que nuestros corazones no se están tocando, y no hacemos más que mirarnos como dos rocas enfrentadas en el estrecho: pasan las barcas vacías, de la tarde a la noche, y vuelven cargadas de esperanzas, del amanecer a la mañana, pero nosotros no hemos hecho más que bulto, intuyendo nuestros paisajes en la bruma.

Con la sospecha de granito afilado de que tú tengas un rumbo y yo otro, no hago más que alimentar certezas de que no son posibles los tiempos de ternura entre dos seres que se viven desenfocados.


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9 de febrero de 2013

LA ATENCIÓN EXTRAVIADA.

Hay un tiempo, que es la reunión de muchos tiempos, que podríamos llamarlo nuestro tiempo despreocupado.

Nos pasa casi completamente desapercibido, aunque a poco que te fijes, ahí está, delante tuyo. Un buen día coge cuerpo, y se te hace tan presente, que a lo mejor te sientes culpable de no haberle echado cuenta, y te preguntas pero en qué estaba yo pensando entonces. Te preguntas si estabas en Babia o en standby, si andabas entusiasmándote por algo que a día de hoy no recuerdas, o si por el contrario estabas ahogándote con las cosas normales, con las fortuitas, las maravillosas carambolas o las desastrosas casualidades que cada día te absorben la atención.

El caso es que estás viendo que ese tiempo despreocupado, que acabó por pasarte desapercibido, también era parte de tu vida, y ya pasó, y este pequeño detalle, el de percibir de improviso un tiempo tuyo que no volverá, según tus circunstancias actuales, tu estado de ánimo, situación económico/laboral, sentimental, según tu prestancia psíquico emocional, y por qué no decirlo, tu estado de salud, tu edad, etc; pues este pequeño detalle, te hará vivir ese precioso tiempo perdido como una simple curiosidad, como una anécdota o como una insalvable tragedia.

Creo que raramente vas a quedar indiferente cuando veas ante ti mismo, en el momento presente, cuánto hiciste de más y cuánto hiciste de menos en ese tiempo que te pasó y que no viviste. Puede ser que tu despreocupación, o tu falta de atención, estuvieran basadas simplemente en que tu espíritu no levantaba un palmo del suelo. Esto hacía que tu vida fuese más sencilla, pues hoy, con la distancia, ves que en aquel entonces la gente te dejaba en paz. Te das cuenta de que, en realidad, la vida sólo opuso exigencias a las que tú ponías, y ves que, remontando el río más arriba de los rápidos, cuando todo es fresco, inmediato, puro y ruidoso, cuando no tenías noticias de la profundidad, tú eras, a fin de cuentas, apenas una mínima preocupación o una pequeña esperanza para tus padres. Eras apenas una parte atomizada del trabajo de tus maestros. Hacías tus cosas, hoy lo ves, sin percibir que nadie estuviese analizando tus potencialidades, ni dirigiendo tus valores, ni desnudando tus ambiciones.

Hoy ves la fuerza de aquella candidez, hoy ves que sólo de su mano podías, aunque sin saberlo, sentirte libre. Echas de menos esa libertad que no sabías ver.

En vez de lamentarte, o encogerte de hombros, sorprenderte o acariciar ese tiempo despreocupado que hoy se te presentó, a lo mejor hoy podrías arremangarte un poco más para concienciarte de lo que hoy mismo tienes entre manos. A lo mejor, hoy podrías hacer lo posible, a conciencia, para que tu vida sea más plena o más digna. Una vida de ojos abiertos y corazón dispuesto.

A lo mejor, también, hoy podrías intentar desconocerte del todo de ti mismo, relajarte de todo y entregarte a un lento, constante e indolente fluir del tiempo que vives hoy y pasará. A lo mejor, viendo hoy la cata puntual de lo que tus sueños y aspiraciones, tus amores, esfuerzos y anhelos han venido a resultar, a lo mejor decides que lo mejor es abrir enteramente los ojos a la despreocupación, y dejar que tu tiempo de hoy avance por sí solo, alegre o arrastrado, hasta que se le acaben las ganas, las distancias, el sentido de sus propios ímpetus.


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7 de febrero de 2013

LOS TÍTULOS DE LAS COSAS.


Está feo, y suena raro que empiece soltando una conclusión. Se me ocurre que puede parecer que quiero dejar las cosas como muy asentadas, pero antes de tiempo. Se me ocurre que puede parecer que impongo un criterio de partida y dejo al lector poco margen para la disensión. No sé.

Pero es que ocurre que empezar haciendo esto, soltar una conclusión medio sugiriendo que no habrá demostración ni espacio para el debate, me parece una perfecta imagen del tema que quiero tratar: las cosas son lo que son, pero nosotros “les ponemos un título”. Quiero decir que hacemos un juicio rápido de esas cosas, sin debate ni rigor, y hacemos como este texto está haciendo: tras una impresión rápida, formulamos conclusiones subjetivas, precipitadas, y a otra cosa.

Sin querer entrar a juzgar si es una ventaja o una limitación (que nos brinda o nos impone el funcionamiento de nuestra mente), en este texto me quiero limitar a señalar la cuestión. Para quien la quiera leer.

Michael Pollan, en su “La Botánica del Deseo” (1) dice que en la tarea de percibir e interpretar el mundo fenoménico “mirar, escuchar, oler, sentir o probar las cosas tal como realmente son resulta siempre difícil, si no imposible (...), así que percibimos cada instante multisensorial a través de una pantalla protectora de ideas, experiencias pasadas y expectativas”.

Supongo que esa capacidad de escoger y desechar de entre todos los estímulos sensoriales que recibimos, es lo que nos salva de vivir en un estado de permanente asombro, y por tanto, indecisión e inacción. En un mundo plurisensorial, esa capacidad que tiene nuestra mente para hacernos discernir entre lo que merece nuestra atención y lo que no, nos ayuda a sobrevivir, eso es cierto, pero lo que yo quería señalar en mi conclusión inicial es que esa cualidad lleva implícita una condición limitadora: no sólo discernimos lo que interesa de lo que no en términos de percepción sensorial, también lo hacemos en un plano conceptual.

Citado en el mismo libro de Pollan, Ralph W. Emerson dice que “la Naturaleza siempre se viste con los colores del espíritu”. Se refiere a que nunca vemos el mundo directamente tal cual es, sino que lo hacemos sólo a través de un filtro de conceptos previos y metáforas. Y es que aparte de nuestras limitaciones en el plano sensorial (nunca olfatearemos tan agudamente como un perro, por ejemplo), aparte de los discernimientos que, con criterio más bien práctico nos hace la mente en nuestro orden sensitivo, también nos ponemos trabas, de forma igualmente inconsciente a nivel mental/conceptual. Vemos el mundo, y también se puede decir que lo comprendemos, a través de nuestro agujerito particular. Nos perdemos el resto del mundo y no somos conscientes de ello. Por supuesto, tampoco sabemos que ese agujerito se puede ensanchar. O con voluntad, o con ayuda, o con suerte, o con una sabia combinación de todo. He pensado que a más ancho nuestro agujerito, a más “anchos” y “profundos” los conceptos y metáforas que gobiernan nuestra relación con el mundo, más “ancho” y “profundo” será nuestro mundo. No sólo lo que percibimos a nivel particular, también lo que comprendemos.

Vengo a decir que estamos instalados en la complacencia. Es seguro que, por mucho que nos esforcemos, no veremos colores infrarrojos ni ultravioletas, tampoco olfatearemos tan agudamente como un perro, estas son cuestiones de limitación sensorial, pero ¿nuestros conceptos? ¿nuestras metáforas? Aquí nos referimos a creaciones de nuestra mente, que, aunque pueden venir mediatizadas por infinidad de factores externos, también tienen una parte de decisión que no asumimos, una parte de voluntad que no reconocemos.

Hemos creado un mundo en el que se valoran la comodidad y la estabilidad. Y no sólo se valoran: se potencian e incentivan ¿Por qué? Pienso que porque así se nos mantiene, a nivel personal y colectivo, dentro de un orden predecible, y por tanto, controlable y dirigible. Pienso que esa comodidad y estabilidad que se nos desliza como fin último, adormecen, matan una cualidad básica de nuestra mente y de nuestro corazón: el espíritu de indagar más allá de la mera supervivencia. Si se duerme el espíritu de indagar, se evita que cuestionemos, se evitan las disensiones, las críticas a lo establecido. Y con ese afán también nos es sugerido qué es sobrevivir: conseguir estabilidad/comodidad emocional, social y económica a nivel individual, extensible al entorno inmediato, familia y amigos. Fuera de eso, nos son sugeridos una serie de conceptos de, digamos, vaga definición que, a modo de complementos/objetivos vitales, nos alejan de la posibilidad de plantearnos la vida en peligrosos niveles de seriedad y cuestionamiento más profundo.

De entrada, la vida está organizada para que nuestro tiempo, energías y atención se vean absorbidos en la satisfacción de las necesidades puramente fisiológicas: respirar, alimentarse, beber y dormir, liberar los desechos corporales, regular la homeostasis y el ñaca ñaca (todo lo que se pueda). Quiero decir que CONSEGUIR ejercer estas acciones, que satisfacen derechos fundamentales, están sujetas a protocolos que sugieren sensaciones de fragilidad en cuanto a la seguridad física, moral y fisiológica de la persona. Se condiciona el equilibrio familiar con la manipulación de las condiciones en que se distribuyen los ingresos y recursos. Y manteniendo un aura de precariedad alrededor de las condiciones laborales, se consigue       que la atención no vaya mucho más allá del día a día.

Dentro de esas condiciones precarias en cuanto a las satisfacciones de lo fisiológico, se educa a la gente en la necesidad de ser aceptado socialmente: se diseñan conjuntamente la necesidad y los parámetros en los que debemos encajar nuestras necesidades reales de afecto, amor, amistad y pertenencia al colectivo. Fuera de los límites marcados por esos parámetros, el individuo se encuentra segregado del grupo... Aún aceptando los límites aceptables dentro del colectivo, nos bombardean con adornos que hemos de conseguir para definirnos frente al resto. El éxito. El prestigio. El poder que cada uno pueda ejercer en su nivel. Dejan en nuestra mano la búsqueda de nuestra felicidad, sin ayudarnos a definirla. Relacionan fuerzas imponderables (y externas a la esfera de acción de nuestra voluntad) con nuestra autoestima. Nos hipotecan. Yo me pregunto si no estarán consiguiendo, con esa batería de abstracciones inalcanzables, mantenernos alejados de las energías salvajes que trascienden al individuo, y que son las que marcan la evolución del ser humano como especie.

Decía que se nos educa en la comodidad y la estabilidad, cuando en realidad la Naturaleza no es cómoda ni es estable. Se nos adormece el afán de indagar aunque, en realidad, la vida es un presente que se renueva constantemente ¿De qué sirve lo aprendido? ¿En qué nos beneficia lo acumulado? Así, miramos las cosas con los ojos de nuestra comodidad, que degenera en vagancia, en indolencia. Miramos las cosas habiendo perdido la necesidad y las ganas de saber cómo y de qué están hechas, habiendo olvidado la posibilidad de preguntarles qué quieren de nosotros, qué parte nuestra necesitan. Miramos las cosas sin verlas.

Y al final, ¿qué son esas cosas que vemos a través de los títulos que les ponemos?¿Por qué sería interesante que las viésemos desnudas, sin estorbos ni disfraces? Pues porque esas cosas son quiénes somos, qué queremos y qué sentimos. Esas cosas que miramos y no vemos constituyen el conjunto de anhelos que dirigen nuestras expectativas, son el cajón de herramientas (físico, emocional, conceptual) que disponemos para satisfacerlas. En suma, esas cosas que miramos y no vemos constituyen lo que esperamos de la vida y para qué nos vemos con fuerzas. Hasta dónde damos alcance a nuestra dignidad y cómo conformamos los límites de nuestro atrevimiento.

Nos conformamos, en ambos sentidos de la palabra, con los títulos que les ponemos a las cosas, dos puntos, nos hacemos y nos resignamos. Y en ambos casos lo hacemos a nivel inconsciente, involuntario. Se nos escapa que a un tiempo hay algo inmanente y voluble en quiénes somos, que hay una mezcla caprichosa de perpetuidad e inconstancia en lo que sentimos. Y acabamos entregados al desaliento porque ¿eres más lo que eres que lo que quieres ser? ¿eres más lo que sientes que puedes ser que lo que deseas? ¿sientes más o mejor lo que tienes clasificado en tu bagaje emocional que lo que ni siquiera sabes que podrías definir? Así, con los títulos, que nos brindan descanso antes de haber empezado el trabajo, acabamos rindiéndonos a la prosaica evidencia de que, ineludiblemente, no estamos aquí para siempre, por eso saturamos nuestra atención y llenamos nuestra vida con famélicas verdades, que nos dirigen: soy fulanito de tal, nacionalista, aparejador, calvo, deportivo y jovial; soy menganita de cual, escorpión, divorciada y rubia con reflejos caoba, luchadora, madre de tres niños preciosos que prefiero mantener en el anonimato, me encuentro limpiando la barra, quiero la paz en el mundo y un media libra con queso; yo soy single y tengo verdaderas ganas de vivir, mis sueños van por buen camino y estoy bien con un helado de stracchiatella mientras me llega el éxito, el amor verdadero o la llamada de la naturaleza.

En fin, cierro mi conclusión apresurada pensando que tenemos la vida ahogada bajo el peso de lo que decimos que somos, la tenemos aburrida detrás de esas cosas que sentimos que hacemos. Más allá del peso, la opacidad e impenetrabilidad de los títulos con que miramos nuestra vida, más allá, marchitándose por la falta de nuestro afecto y atención, estamos nosotros mismos: la parte de nosotros que nos salvaría la vida, pero que no sabemos que podemos salir a buscar.



(1) Michael Pollan: “La Botánica del Deseo. El mundo visto a través de las plantas”.

Trad. Raúl Nagore,
Ed. Navarrorum Tabula s.l.
Donostia, 2007.


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