29 de octubre de 2012

Si me publico,

no es
para gustar.


.

DOS AÑOS DE HAMBRE

Queridas y queridos.

Tal día como hoy se cumplen dos años de la publicación de la primera entrada de “Hambre”.

En aquellos días lo hice todo con ímpetu de ingenuo. Básicamente, la intención al abrir ese “trayecto literario y visual” era conseguir escribir todos los días. Mucho antes de “Hambre” ya había probado diversas tentativas de esas que tienen como objetivo que te sientas escritor: presentarte a concursos de relatos, a ver qué pasa, escribir cartas de amor, a ver qué pasa, participar en revistas de instituto, a ver qué pasa, redactar currículums, a ver qué pasa... También, incluso, me autopubliqué libros, y ayudé a que otros se los autopublicasen. Siempre todo, a ver qué pasaba. Con estos intentos me han pasado cosas memorables. Unas por enjundiosas, y otras por deprimentes. Lo de escribir, frío no es. Al hilo de aquellos intentos, llegas a la conclusión de que no va a aparecer de repente una señal en el cielo que te dice que eres escritor. Lo dice uno mismo y va que chuta. Con la boca más chica o más grande, dependiendo del momento, del público presente, de la autoestima, del descaro, o de tu poquito de orgullo. Cada uno busca sus pruebas. Yo digo que soy escritor porque caí en la cuenta de que tengo ideas inconsistentes en mitad de la calle, y aún así me las apunto en el dorso de la mano con un boli que se está gastando. Uno dice que es escritor porque alrededor de ese hecho sencillo hay infinidad de hilitos que salen y llevan a otras implicaciones y compromisos vitales, de forma que, aunque no camines sobre las aguas, ni corras más que los demás, ni te llueva la lencería fina cuando pases por la calle, sigas aceptando esos compromisos vitales con naturalidad.

Esas implicaciones acaban caracterizando mi vida, esto es, cómo me tomo las cosas, cómo las veo y qué hago con ellas. Supongo que es una forma específica de ser humano. Una manera concreta de ser normal.

Quería escribir todos los días porque perseguía encontrar “mi voz”. Me he puesto a publicar algo cada mes, y ese era el ritmo de producción mínimo que me exigía para mantener el blog. “Hambre”, inicialmente se plantea como un libro en la red, que se está escribiendo y editando públicamente en tiempo real. Se le llama trayecto porque no tiene plan ni objetivo prefijados. Sus entradas pueden leerse en orden libre, pero también puedo sugerir/dirigir diariamente su lectura mediante la difusión puntual de sus links en las redes sociales. El público puede acceder libremente a la lectura y participar, de forma orgánica, con sus comentarios al pie de cada entrada, o en mi perfil de Facebook. Todo, como siempre, a ver qué pasa. Aunque sé que tengo definidos ciertos intereses y acabo abordando casi siempre los campos semánticos de ciertos temas, no sé cuál es “mi voz”.

Escribir cada día me lleva a valorar la parte verbal de las cosas que me pasan. También me ayuda a elegir los libros que quiero leer. No sé quién escribió que el escritor es un resultado, más que de lo que escribe, de lo que ha leído. Escribir cada día, pues, me dirige hacia quién soy, y pone en juego los ingredientes que construyen lo que quiero ir siendo.

Hasta aquí, el despliegue de una serie de sucesos que se dan en mi intimidad. Como todo lo que hago está teñido del influjo de mi vocación de maestro, esos sucesos íntimos son para compartir. Un maestro es alguien que basa la construcción de su persona en el esfuerzo por saber, aprender y asimilar todo ello como experiencias comunicables que compartirá con otras personas, con la intención de ayudar a que esas personas se construyan. Sonará soberbio y arrogante el que me presente como escritor y maestro. En la claridad de mis intuiciones, en la honestidad de mis íntimas razones no se ve eso. Decirme abiertamente escritor y maestro escenifica mis presupuestos vitales y éticos, mis intenciones. No le da valor a lo que aprendo y comparto, no lo hace bueno ni interesante. No le da calidad a mis escritos ni grandeza a mis intentos. Sólo digo las cosas que son. Al contrario: un escritor que no es leído y un maestro que no se da a compartir, no tienen razón de ser. No se están construyendo, y están eludiendo su papel en la vida. Es aquí donde entra en escena el papel insustituible de alguien como tú, que lees, al menos, esta entrada de “Hambre”. Mientras andaba perdido buscando mi voz, siempre me he visto acompañado por quien leyó o interpretó, por quien intervino para reforzar, apoyar o sugerir, también por quien mostró adhesión, comprensión, sorpresa, cansancio o desacuerdo, por quien ve al escritor, por quien ve a la persona y por quien los confunde, por quien habla abiertamente y por quien opina en silencio. Por quienes asocian “Hambre” a su nombre y por los que lo siguen desde el anonimato. En sus mínimas palabras: los lectores de “Hambre” ayudan a construirme.

Llegado el segundo cumpleaños, pensé en señalar esto, en agradecerlo. Incluso pensé en celebrarlo, en marcarlo como evento. Pero después pensé, por una parte, que eso daría facilidades a la vanidad. Y la vanidad se queda en sí misma, no construye. Por otra parte, pensé: ¿Por qué destacar este agradecimiento hoy? ¿Qué debo agradecer hoy, que se distinga de lo que debiera agradecer cada día? “Hambre” es un cajón de sastre sin plan, se está construyendo y editando en tiempo real. Se comparte a diario y es de entrada libre ¿Cuándo tengo que parar y agradecer? Publicar, compartir y agradecer son lo mismo, me digo.

Se apunta uno la idea en el dorso de la mano, la desarrolla en un cuaderno, la limpia en folios reciclados, la pica en un ordenador, la repasa, a veces la ilustra, la traslada a un pendrive, la lleva al locutorio, la descarga en el administrador del blog, la maqueta, la publica, y una vez que es visible, la comparte con personas concretas. A veces algunos responden. A veces algunos preguntan. Y entre todos se construyen las preguntas y las respuestas. Nos ayudamos.

Ante esto, no encuentro mejor agradecimiento, no hay más digna celebración de nuestro segundo cumpleaños que intentarlo, una vez más, publicando una nueva entrada.

Grácia, Barcelona. Octubre 2012
José A. González


.

EL CALOR DE LOS ABRAZOS

Sé que no debería pasar a limpio las cosas que siento. Es abrirle la puerta a los temores que dan cuerpo a las cosas que no pasan.

Si será por buscar refugio al hastío, el tuyo o el mío, no lo sé. Ni sé si será por un juego improvisado o por una desesperanza que sin saber compartimos. O sólo es una fiebre. O un capricho momentáneo. Nada sé. Pero algo se me ha revolucionado en el pecho cuando he encontrado que, de hito en hito en la distancia, saltando de libro en libro, nos hemos encontrado y hemos sostenido las miradas. Te pasabas la mano por el pelo, ordenabas los deseos que tuvieras, admitías los pequeños caprichos que quizá te asaltaban, y mientras, se te veía tan bonita, vigilando tus apuestas... Mis ojos te llamaban. Estamos aquí. Aquí. Y yo estaba detrás de ellos, por si les hacías caso. Y qué anchos y alejados los extremos de la sala de lectura, cuando mis ojos vieron que los tuyos contestaban. Se nos miraban, conversando y sonriendo a su manera, en voz baja, como tramándonos planes infalibles a nuestras espaldas.

Esa visita en la distancia no ha querido, sin embargo, encontrarnos papel de continuidad cuando llegó la hora de que abandonaras, recogiendo, tu mesa. La incertidumbre me dio un brinco, y que sepas que tu gesto no ensayado es culpable de que una cierta ansiedad me sacara los pies del plato. Te acabaste yendo, y ahora no sé lo que me digo, porque lo vi como desde dentro de un puño cerrado. Mis papeles estaban ocupados y no supieron llamarte ni esconderme cuando, recogidos tus apuntes, colgando en tu hombro tu chaquetilla, venías hacia mí. Hacia mí o sólo en mi dirección, en el peor de los casos. No es la dirección adecuada para salir, pensé, y se paró a mi alrededor el normal desarrollo de la biología, la física y el derecho constitucional de 4º. Sigo sin saber medir las cosas importantes, chiquilla. A unos tres metros de mi mesa, esquivando y citando las miradas, alguna razón desconocida paró en seco tu hermosura, diciéndote al oído que no era el objeto, el momento o el lugar o yo que sé. Te quedaste inmóvil frente a mí unos instantes, como absorta despertando frente a un espejo, preguntándote dónde ir. Fueron décimas de segundo. Y el bolígrafo me oscilaba, a milímetros del papel, dudando entre la ilusión de lo certero y la condena al desvarío. Y el papel blanco también te esperaba. La mano de apoyo, congelada, mantenía un dedo estirado, señalando algo que por el momento había perdido su importancia. Se te veia preciosa, se te intuía fragante. Y supongo que complicada. Y yo me decía que vuelva el calor de los huesos, que acuda el latir del deseo, la sangre, que se reconstruyan los vientos y me dejen limpio de cenizas para cuando sus ojos vuelvan a mirarme.

Pero tu cara, tu trenza y tu mochila acabaron poniéndose de acuerdo para darme la espalda. Y siguieron a tus pies, que no me habían encontrado curiosidad ni estima, al parecer. Y allá que te fuiste con ellos, hermosa, adonde quiera que te reclamaran tus razones, tus azares, tus temores o tus audacias. En compañía de tus decisiones o imprevistos te alejaste. Diste la curva de la sección Manga, y supe mantener vivas mis ansias, como mínimo, hasta que desapareciste.

Luego lamenté mi nulo desparpajo. Maldije la escasa fantasía de la vida ordinaria, que no encuentra manera de dejarnos en el sentido los besos que tenemos y no nos damos, y tampoco nos concede manos invisibles en los ojos, para que tú y yo, tan sólo mirándonos, hubiésemos podido montar chiringuitos de caricias y montañas rusas de abrazos.


JAG.
Lesseps 26_9_2012


.

28 de octubre de 2012

Malapipa y Gestión del Rechazo.

No tenían intención de entablar conversación, pues parece que ambos, a veces, habían dejado la comunicación, la real, la profunda, en la estantería de los imposibles. No contrastaron nada entre ellos, y por tanto, ni encontraron puntos de acuerdo ni zonas de discrepancia. Yo creo que se dedicaron a soltar, uno su rabieta, el otro su perorata, uno por desfogar, el otro por intentar saber en profundidad en qué momento se encontraba. Lo cierto es que, sin saberlo, cada uno enfocado en la punta de su nariz, absorbido por el sonido de sus propias palabras, estaban hablando, creo, de lo mismo, sin llegar nunca ninguno de ellos a saber que podrían haber colaborado en este asunto, en el de Ella y en el de ellas, en el asunto de este momento concreto y en el de ese momento que parece que se estira y te ocupa los días sin prisa por marcharse, hasta que un día caes en la cuenta de que ese momento, tu momento, sigue ahí, contigo, y con desgana te dices que a lo mejor es que la vida es así. Así que aquí están juntos y separados en el papel. Cada uno lo sentía en sí, lo razonaba en sí, sin sospechar que al lado mismo estaba el otro, como dos monólogos que se rozan en el autobús.


Gestión del Rechazo se aclaró la voz y dijo lo que sigue:

-Quede por escrito al principio, no vaya a perderse entre un párrafo y otro, que en estos tiempos que corren, la última intención que yo dejaría salir de mi corazón sería la de desalentar a otra persona. Me moriría de inutilidad y de vergüenza al ver que mi aportación al mundo es negativa, inhibidora o silenciadora. Por encima de todo, decir que soy partidario de avanzar y favorecer el avance. Aunque ese avance nos acerque al fin.

Sólo con una mirada perniciosa y reducida deja de verse que un fin es un principio. Cuando te cierran la puerta en las narices te están abriendo la calle, dicen.

Y a pesar de ello, a pesar de que periódicamente voy dejando caer mis advertencias de al principio, muchos recelan de mi e incluso censuran mis maneras al hablar de negruras, en las palabras que escribo.

La vida es un campo de posibilidades latentes y pendientes a nuestro paso. Cada mujer y cada hombre atesoran en su corazón una semilla para cada una de sus posibilidades. Unas se siembran y otras no. De las que se siembran, unas brotan y otras no. De las que brotan, muchas no agarran. Y sólo algunas de las que agarran llegan a dar su fruto. Las posibilidades son infinitas, pero no la mujer ni el hombre.

Nacemos y vemos la luz y lloramos, porque nuestra mente, vacía de adornos inútiles, ve con absoluta claridad que crecer es desgastarse. La mujer, el hombre, no pueden ir como bobos, desperdiciando posibilidades, abochornando con dejadez su suerte. La mujer, el hombre, tienen que pensar y sentir, porque al no ser infinitos deben elegir, esbozar qué quieren, qué les ayudaría a conseguirlo y trazar, entre tinieblas, una ruta que les llevará hacia ello. Tienen que buscar ayuda, esto es, compañía, para ese camino hacia un buen fin que a nadie le está garantizado. Haciendo lo que creemos más conveniente para que fructifiquen ciertas posibilidades, desatendemos todo lo que, juzgamos, nos sobra. Así, porque nos sabemos finitos y falibles, al esbozar lo que queremos, definimos lo que no queremos. Para tomar un camino, abandonamos los infinitos restantes. Al elegir cierta ayuda, al apreciar cierta compañía, tienes un gesto natural hacia lo eficaz y lo conveniente: haces lo que consideras favorable para la realización de tus posibilidades. Aunque no son más que apuestas.

Pero claro, la vida es una jungla de elecciones. Los intereses se cruzan, chocan y se molestan. Hay conflictos, roces y desacuerdos. Incluso dentro de uno mismo. Y es imposible evitar que haya personas enfrentadas a tus decisiones.

Todo el mundo nace solo y muere solo, pero todo lo que decidimos, todos nuestros anhelos, sentimientos y pálpitos están basados en la reciprocidad. Lo que somos, lo somos por comparación con algo. En relación a alguien. Nacemos y morimos solos, pero todo el lapso entre nacer y morir se construye en comunidad. En compañía. Así, en esa jungla de elecciones que es la vida, todo se rige en base a protocolos de relación. Y eso se va construyendo sobre la marcha, pues no hay tiempo ni espacio para la experimentación, en interminables sucesiones de ensayo y error. Lo que te favorece a ti está entorpeciendo a otros. La ayuda desubicada es un lastre, y de nada valen las buenas intenciones. Normalmente, tenemos la capacidad de ser certeros e inseguros al mismo tiempo. Mezquinos y maravillosos. Limpios y desalmados, audaces, egoístas, nobles e irresponsables. Así, todo lo que hacemos está mal y está bien, dependiendo de la óptica, del momento, de la opinión, del lugar, del fin, de la reacción de los demás, etcétera, etcétera. En la jungla de elecciones, al elegir las compañías, de partida ya te estás equivocando según para quién. Sobre todo para los no elegidos, si alimentaron expectativas de que sí lo serían. Los no elegidos son incapaces de ver friamente el carácter de tus ciegas apuestas. No piensan en tus objetivos, están pensando en sí mismos, y en cómo con tu elección (con su no-elección) les desprecias. Sin tú quererlo, incluso sin saberlo, cuando eliges algo, cuando eliges qué, cuando eliges con quién, aparte de probar una tentativa sin garantías por tu bien, estás abriendo la puerta de los conflictos.

Tus cosas y tu gente son los protagonistas de tu vida. Las cosas y la gente que entran en conflicto con tus elecciones, son los otros protagonistas: están en tu vida, escribiendo su propio papel en ella, porque la vida en sí no tiene puertas. Todos estamos en el mismo caldo, lo veamos o no.

Todo esto es para llegar a reconocer que no puedes eludir el daño que haces a otros, pues no depende de tu cuidado ni de tu intención. Depende, sobre todo, de cómo los otros hacen la lectura de tu normalidad. De cómo la encajan. Y lo mismo sucede en dirección contraria.

En todos mis amores frustrados, en los que se truncaron después de haber sido y en los que nunca llegaron a ser, se abortaron cauces, se astillaron puentes y se cegaron las luces de lo posible. O ellas o yo mismo estábamos proyectando nuestro bien en otro lado, e inevitablemente uno ponía jactancia y el otro pesadumbre, uno proponía limpieza y el otro sólo tenía cerrazón, porque en aquellas situaciones de divergencia, mientras uno sigue caminando con el corazón esperanzado en las ilusiones del porvenir, el otro se está hundiendo lentamente en la ciénaga del desconsuelo. Hoy no dejo de ver que la inocencia y la culpabilidad siempre iban de la mano, y cuando te liberabas, al mismo tiempo te lastrabas, y las lágrimas de la risa bajaban por el mismo húmedo y amargo cauce que antes había abierto el dolor.

Uno tiene que esforzarse en decir qué es vivir y qué es sinvivir, porque vistos de cerca no son muy diferentes.

Cuando me abandonaron intenté comprender sus razones, intenté asumir sus impulsos. Cuando las abandoné intenté convencerlas de que era el mejor de los casos, para ellas y para mí. Reprimí venganzas y malas palabras a las primeras, les dejé el máximo de honestidad y compañía a las segundas, antes de continuar mi camino en soledad. Nunca engañé, ni me consta que me engañasen. La amargura llegó con la misma naturalidad con la que, al principio, nos visitó la alegría por el encuentro. Y no olvido que la vida es una senda construida por una sucesión de afirmaciones. La vida se hace diciendo SÍ constantemente. Pero nadie dijo que la vida fuese lineal. Tu SÍ está asediado de conflictos, de implicaciones forzosas e inesperadas que hay que negociar. Disyuntivas, elecciones, zalameros descansos, engañosos desvíos e interesadas matizaciones. La fortaleza del SÍ está alimentada por el tino y el vigor al decir NO a todo lo demás. Elegir qué es el SÍ. Rechazar a qué dirás NO. Aunque no hay garantías de final feliz en tu SÍ, pagarás, en ti mismo y en los demás, dolorosas cuotas de desprecio e incomprensión, de daño y vacío indiferente, alrededor de cuanto te supone decir NO.


Por su parte, Malapipa dijo:

-Nadie me había preparado para esto. Nadie me había dicho que afirmar era dar un primer paso en tinieblas. Yo había pensado que era caminar hacia un amanecer que tú mismo te estabas inventando, que afirmar era construir pese a tu pobre cabeza, a tu limitado corazón, un mundo a tu medida. Y sí, todo esto es claro y cierto, pero también es un camino en las tinieblas que provocas en otros. Yo no puedo dejar de ver esa oscuridad que me acompaña en el camino hacia mi luz inventada. Y no podría caminar si no dejara atrás todos esos cabos sueltos. No podría ensoñar que hay un lugar para mí, pleno de amor, si no paso por encima y dejo atrás el dolor que causo.

Malapipa quedó en un silencio apesadumbrado, después prosiguió:

-De nada sirven las buenas palabras para explicar tu peculiar versión de lo correcto. No hay expresión acertada a la hora de contar tu bien a terceros. Las malas noticias, para el que las recibe, siempre están mal redactadas. Las cartas de despedida nunca son lógicas para el despedido. Las palabras de ruptura son dolorosas para los dos, pero el que decide lleva ese dolor como parte necesaria de su elección, mientras que el otro se hunde, en abandono y orgullo doblegado, con el dolor que le imponen. No hay acuerdos reales posibles para desgajar, sin trauma, lo que estuvo unido. No hay consuelo profundo para quien escucha “tú no me sirves”.

Cuando te cierran la puerta en las narices, recibes de golpe el último aire de lo que anhelabas. Es lo último que obtendrás de lo que deseas, y tu panorama ennegrece por momentos. Todo es bloqueo. No has decidido nada de lo que está pasando, no te dejan opciones a seguir ni oídos para expresar tu desacuerdo, al menos. Hay todo un mundo detrás tuyo, y es infinito en jugosas posibilidades, pero tu impulso, tu ansia, tu percepción y sentimiento siguen encarando la puerta cerrada. Cuesta un tiempo y otras cosas inexplicables el que consigas irte girando poco a poco, el cambiar de dirección y perspectiva, y volver a sembrar nuevas ilusiones.

Sé todo esto por la memoria de mis carnes. Y aunque no quise alimentar venganzas por los caminos que me cerraron, aunque intenté la honestidad, la comprensión, aunque me esforcé por no perder nunca la empatía, sé que no hay negociación comprensible cuando me toca a mí cerrar. No quiero desalentar en estos tiempos. No quiero inhibir las bellas iniciativas de la gente que tiene el valor de amar. Pero cuando se me esbozaron negocios imposibles, tuve que responder con crudeza.

Cuando se da un portazo, a ambos lados de la puerta hay dolor y silencio. En el lado de la calle duele el problema, en el lado de la casa, duele esa solución. A pesar de mi capacidad para empatizar con el dolor de los demás, a pesar de mis habilidades para comprender, a mi manera, casi todo, también he acabado acumulando crueldad. Y porque sabía que en la gestión de un rechazo la vía de la argumentación lógica está cegada, con el mismo doloroso silencio que me regaló una, le estoy respondiendo a otra. Y llevo con toda la elegancia posible la cobardía, la desesperanza, el debatirme en la certeza de no sentirme preparado para amar, puntualmente, según a quién. Mantengo a duras penas una maltrecha dignidad en la eterna discusión del estudias trabajas serruchas la hipoteca, la del bailas no bailas, la del sí pero, oye, que creí que tú decías, aunque puede que a lo mejor no es mi mejor momento, y no me olvides pero déjame mi espacio. Así que, con todo ese vaivén descarnado, con todo ese cóctel de quiero y no debo porque no puedes ni sabemos, aunque puede que no te preocupes de saber que somos sin estemos, con este constante gruñir de avances hechos de paremos, a veces, consigo serenarme y mirar una florecita oscilando por la brisa, la miro en su silencio, y miro cómo tenuemente cambia la luz, la temperatura del día con el ligero paso de una nube despreocupada, y sé de alguna forma rudimentaria que es ahí, en la escondida alma de ese preciso instante que se escapa, donde está mi amor puro, ahí está mi hermana del alma, mi compañera, la esperanza remota de mi espíritu afín, amante y constructivo. Ahí y nada más. Y sé que miro el mirar de un perro y veo claro que entre él y yo es a mí al que le está faltando algo esencial para comprender esta vida.

Así sigo adelante, a día de hoy. Estado civil: cansado. Rodeado. Asediado por lindas mujeres que cuchichean en la bruma. Oigo sus suspiros y sé que alguna me está confundiendo con algún soltero de oro del manglar. Se equivocan cuando ven en mi un prometedor osito de tela de toalla, un oído descomunal con un hombro mullido e infinito. Cuando ciertas bellezas se ven escuchadas, atendidas, valoradas, les salta el chip parcelador de aquí está mi maestro, aquí mi terapeuta, mi psicólogo fecundador ¡Oh, mi macho alfa! ¡Oh, mi campeón, mi sostén! ¡Mi cazador/recolector! ¡Oh, el orden de mi caos, la comprensión de mi universo conflictivo! ¡Oh, mi cajita de pañuelos del domingo por la tarde!

Y la vida es un incendio en construcción. Y yo miro tu cara, que está a la vuelta de la esquina de la quinta puñeta, y no me dices ni hola ni adiós. Sólo te quedas calladita, como saboreando ese talento que tienes para rumiar lo que sientas sin arriesgar un pelo. Y supongo que seguirás en tu escondrijo, levantando imponentes construcciones de rara comprensión indiferente, con tus anhelos silenciados, con tus quejidos y adhesiones desubicadas. Y criarán mala hierba los puentes. Y se me oxidarán los goznes de las ventanas. No quiero poner mal ángel en estos tiempos. Quiero construcciones eficaces, semillas verdaderas para el pan del mañana. Pero tú estás lejos y andarás resguardándote de las asechanzas del maligno. Y ya no sé a qué atenerme con tus suspiros en el anonimato.

El tiempo se me espesa y ocupo los días en despachar pensamientos mezquinos que me llevan a los besos que le brindarás a tu maestro, a tu amante, compañero, calzador, confidente, director, enfermero. Tengo que poner tres dedos de aceite en lo que sueño contigo. Y por eso salgo cada día a barrer la fila de cucarachas que hacen cola en mi puerta, ansiosas por un gramo de los kilos que te tengo, desquiciadas por la promesa que no les hice de mi incendio acogedor.

Y ya está bien de tanto pensar en picado. Tengo que repuntar la piel y normalizar una salida para las adicciones por tu belleza fría, por tus olores serenos, por tus manos calladitas adornándose las heridas. Y me digo qué fácil. Qué fácil es saltar de un tren de candidatas al amor con la nariz taponada por las expectativas del instinto. Y caer donde sea, cualquier sitio es bueno. Me digo qué fácil. Qué fácil y, quién sabe, qué plana e insípida hubiera sido mi vida si tú, mi luz, mi maestra, mi abismo acogedor, me hubieras tenido un amor sencillo. Algo que encajara en los instintos que nos juntaban, algo que diera algo de calor en los huecos que deja la razón y añadiera algo de sentido a esta pradera humeante. Daría por clausuradas la rabia y la desesperanza si un día te encontrase, de golpe, con tu poquito de inspiración para ayudarme a construir, con miles de ladrillos de nada es para siempre, un sólido edificio de amor a tiempo completo.


JAG.
Grácia 19_10_2012



.

21 de octubre de 2012

Las injusticias,

están rodeadas de gente normal,
que son quienes
las sufren,
las revisan,
las arreglan.

Abre los ojos. Hoy.



.

20 de octubre de 2012

Mi parte más tangible.

El día se ha levantado gris,
otra vez.

Sigo con mi duelo tecnológico y
pienso en otras cosas vacías
o mal rellenas, y sé
que a ciertas cosas,
a ciertos días,
sólo les es posible mejorar.

A falta de otras cosas,
hoy pongo ganas.

Es lo más tangible que encuentro.



.

19 de octubre de 2012

16 de octubre de 2012

13 de octubre de 2012

SEGURAMENTE VOY A SER UN VIEJO INAGUANTABLE.

Cada mañana, cuando el día no está marcado, de entrada, por un acontecimiento extraordinario, esto es, uno que desde el propio momento de abrir los ojos ya me está absorbiendo la atención, como un niño en la mañana de Reyes, cuando al despertar se me presenta un día normal, como buenamente podría decirse, en esos días, tengo tiempo de varias cosas. Y tengo tiempo de varias cosas a la vez, entre otras cosas, por la cuenta que me trae, porque empiezo el día apagando el despertador y haciéndome dos series seguidas de remoloneo. Como un campeón. A veces media o a veces la hora entera dando vueltas en la cama. Unos días midiendo el día que viene, otros días meditando argumentos para la temprana certeza de “hay que levantarse, pero en realidad, para qué”. A esas horas, todo lo que no sea horizontal es hostil.

Me acabo levantando, claro, y la mente empieza a buscar su lugar trazándome planes infalibles, enfocados a la optimización del tiempo perdido, del tipo: pongo la cafetera antes de ir al baño, aunque me esté aguantando chubascos tormentosos, porque así, el café va hirviendo, y de paso al baño, enciendo el ordenador, y mientras carga, que lo suyo le lleva, yo descargo en el baño, y mientras me lavo las manos, me lavo la cara, y cuando me esté secando, ya está el café sonando en la cocina... En fin, un pequeño protocolo de tonterías que permiten que la cabeza vaya ejercitándose y pase felizmente la transición del estado pastoso del sueño, violentamente abandonado, a su normal consistencia blandengue.

A esas horas, y yo se lo achaco a la brusquedad con que he pasado del reposo horizontal y meditabundo a la frenética actividad de la vertical, a esas horas, digo, la normalidad puede verse rara. O al menos puede presentarse bajo el influjo de sombras o reflejos extraños. Esta mañana, incluso antes de abrir el grifo, el espejo me ha espetado que, si enviara un currículum, si en él pusiera una foto mía actualizada, una foto con la imagen que él, el espejo, está viendo en este momento, la señora o el señor de recursos humanos, o el divino ordenador que da los trabajos al voleo, cualquiera de ellos, vería desde el primer momento que ya no soy un hombre joven.

(un silencio respetuoso)

Bueno, yo le he dicho al espejo que ningún problema, que no voy a enviar mi currículum por el momento. Le he dicho que mi opción laboral es distinta. O algo así. No quería empezar el día hablando/me de mi edad. Así que he abierto el grifo y me he lavado las manos, y me he refrescado la cara.

Normalmente, cuando despierto, tengo ante mí el día completo, quiero decir, nadie me espera, y raramente alguien espera algo. En mi opción laboral no hay un jefe, ni una empresa propia con horarios rígidos. Mis plazos están marcados por retos que yo mismo me impongo, con energías y ritmos que voy buscando/encontrando sobre la marcha. Tengo responsabilidades y apremios, claro, pero parten de mi y ante mí mismo responden, bajo criterios, más que morales o económicos, de pura supervivencia física y emocional. Como, por el momento, tampoco estoy dibujando mi singladura por este mar proceloso en compañía de una señora, también puedo decir que las responsabilidades y apremios que asumo, o no, atañen a una familia unipersonal. En fin, creo que para los servicios sociales no existo ni como minoría étnica ni como persona en riesgo de exclusión social. Me ven como parte de la población activa, y aunque a nivel estadístico soy una persona sana como una manzana, en ciertos foros se me mira como si fuera la manzana podrida del canasto: los más superficiales dicen qué bien vives y los funcionarios me miran entre paternales, incrédulos y condescendientes. Así, aunque puedo decir que a nivel estadístico vivo en un halo, en una zona neutral escasamente comprendida, llevo a gala que en el súper me miran a los ojos al ofrecerme cupones de la batería de cocina que siempre he querido tener, y en el banco recibo y mantengo un trato amistoso, mientras la tarjeta tiene saldo, se entiende. Casi siempre me faltan cosas que la gente considera normales. Las echo de menos, aunque sólo las conozca de oídas. Lo que vengo a decir es que al abrir los ojos por la mañana, tengo el día completo para mí solo. Quiero decir en soledad. En el momento justo antes de levantarme, el cuerpo y el ánimo los tengo de quedarme en la cama. El tiempo que quiera. Es como una felicidad espesa y pegajosa. Pero como dije antes, me levanto, pongo en juego mis rutinas y acabo desembocando en algo que una opinión mainstream consideraría útil. A los pocos instantes de verme en esa actividad caigo en la cuenta de que:

1. SÍ tenía fuerzas para empezar el día, aunque no estaban activas mientras pensaba, dando vueltas en la cama,
2. Lo que estoy haciendo en ese justo momento, lo estaba esperando yo, como mínimo, y también la gente que me quiere, y,
            3. El propio hacer las cosas que hago, consigue que algunas personas que no conocía antes descubran una curiosidad por esas cosas que hago y comparto, y acaben, con el tiempo y en cierto modo, esperándolas. A veces, incluso las piden. Con el tiempo, sumado al interés por esas cosas, algunas de esas personas incluso acaban preguntando por mí.

En resumen, aunque al levantarme nadie me está esperando, hago lo que hago para mí, porque quiero ir hacia esas cosas, y también las hago para quienes me quieren, porque quiero llevarlas conmigo cuando voy hacia ellos, y por último, las hago también para la gente que no me conocen ni a mí ni a mis cosas, pues con esas cosas que ellos no esperaban, hago un puente, entre ellos y yo, que podemos usar libremente en ambas direcciones, para acercarnos a hablar de las cosas, de nosotros o del propio puente, se me ocurre.

-Así que no vas a enviar ningún currículum, ¿eh? -insistía el espejo del baño.

Pero yo seguía concentrado en los grandes retos de recién levantado por la mañana, hacer un pocito con las palmas de las manos para refrescarme la cara. Hacerlo lento, dejando correr el tiempo necesario para que el zumbido espeso del sueño insatisfecho vaya tomándose su tiempo de salir. Respirar un poco. Mirar la loza. La cal. Descubrir un pelito en el jabón. Acomodar las articulaciones inferiores. Coordinar los pensamientos para algún propósito elemental que dé, por fin, el día por inaugurado. Finalmente, el agua fría estalla en la cara y empiezan a llegar los rumores del vecindario. Las primeras señales de las temperaturas de la mañana. El olor de las tostadas, la radio, algunos platos que entrechocan, algunos niños que se levantan tarde. Madres con la vocación tambaleante. Imprecaciones. Prisas. Destemples. Herramientas que, respetuosamente, empiezan ahora su actividad inaguantable, con su ruido ensordecedor, a musicar las reformas de la zona. Y sí, dé la vuelta que dé, al acabar de secarme la cara, ahí está nuevamente el espejo, constante y puntual como un apremio inmobiliario.

Que sí, que ya sé que no soy precisamente un brote verde. Me miro en el espejo, y le doy la razón, ya veo que va pasando la época en que se le podía echar la culpa al Cristasol. Lo que se ve (lo que yo veo cuando miro), se ve talludito, por muy subjetivo que me ponga. Por algunas partes, incluso, el tallo va haciéndose leñoso. Y gracias a que la mitad de las cosas que hago para vivir se hacen sentado, lo leñoso se va tornando quebradizo. En fin, no espero que la parte fenoménica de mi ser construya en la segunda mitad de mi vida los alardes que tontamente balbució en la primera. Sí, siempre había tenido, enfocando plazos cortos, la percepción de que un día soy mayor que el día o el año anterior. Pero, sin saber cuándo, el ritmo, o la percepción de ese movimiento cambia: un día que no es distinto de los días anteriores, te ves mayor, a secas. Un día parece que abres los ojos o más o mejor que antes, y notas que el paso de los años es una tonta anécdota. Una circunstancia sin más. Lo peor es cuando, de pronto, observas que ya has quemado algunos cartuchos, que ya has sacado algunas de las cartas que tenías guardadas en la manga. Mayor.

Uno acaba sabiendo que en la vida, cada día, todo empieza de nuevo, en la alegría y en la miseria, en el regocijo y en la tristeza, es cierto, uno acaba entendiendo que hay implícita cierta nobleza en el ir oscilando entre la dicha y el desconsuelo. Uno sabe que la vida es un deporte en el que el amor viene de la mano del dolor, y alégrate, que te dan dos opciones: la de lo tomas y la de lo dejas.

Y no, no me siento mayor porque me haya sorprendido un penoso cansancio por todo esto. Qué va. Es sólo que de pronto veo que mi sentido de la irresponsabilidad, de tanto andar en el descaro, paradójicamente, va perdiendo frescura. Y te acaba sobrevolando una rabia amarga, oye: las mejores fuerzas de la juventud se desperdician en interminables sucesiones de ensayo-error.

Tú sabes que en realidad, en verdad el tiempo es un muñequito frío que se te deshiela entre las manos, y que con tu mayor entusiasmo estás alimentando la cálida certeza de que el vigor desfallece, de que rompes y se desperdigan los papeles en los que apuntaste tus apuestas. Notas que el fuego es más conscientemente devastador, y las lágrimas traen los sedimentos que han ido arrancando desde las cumbres, pero la risa, si te digo, cuando sale, va ganando en profundidad y brío.

Tras el vómito sabe dulce el agua del grifo.

El orgullo, seguramente va a ir a menos, que no ha de recogerse en la cosecha del otoño el fruto de semillas que no se cuidaron ni aún plantaron en primavera. Yo quisiera ver llegar un sosiego más o menos resistente, que me viniera un saber que las cosas se van colocando por sí solas, que es cuestión de que las dejes que se expliquen por sí mismas. Eso quisiera yo, sí. Pero pesan los ejemplos que me preceden, que van de la mano de mi fino olfato para la ruina inminente. Pesan la firmeza y la tensión que mantienen y aún incrementan, en vigor, mi lado intuitivo: yo SÉ que voy a ser un viejo inaguantable.

Para intentar desechar que este escrito se convierta en poco más o menos que un clamor a la venganza, decir que esa percepción, digamos, la percepción de tu entrada en un nuevo escalafón de la estadística, sólo es verdaderamente dura al principio, cuando te la encuentras por primera vez. Se puede decir que uno se cruza con ese bicho inmundo en mitad del campo, y todo era campo antes de que apareciese, y era estupendo, aunque no eras plenamente consciente de ello. Ahora aparece éste, con sus formas aparatosas, sus andares burdos y su presencia pestilente. Al principio, uno dice “¡Ay, Dios!”, pero el bicho inmundo no es que venga a por ti, no, él vivía en ese campo, y viene simplemente a cruzarse contigo, a que le mires a los ojos y sepas que ahí está. Es inmundo, aparatoso, burdo y pestilente, de acuerdo, pero es ley de vida. Al principio todo en ti son estertores y rechinar de dientes (en la fase postrera a la madurez, este último paso te lo ahorras), pero cuando ves que el bicho sigue andando sin tocarte, sin ponerse a sacarte conversación ni nada así, cuando ves que en tu campo visual, cada vez es menos significativa la presencia de su lomo grasiento, cuando ves que su cola está siguiendo los torpes andares de su cuerpo, y cada vez se estrecha más y más, hasta que en tu panorama sólo queda el campo de antes, en el que poco a poco se va disipando el olor, entiendes que, pasando la violencia inicial de ese encuentro con la percepción de tu madurez, llega una especie de serenidad.

La percepción de la madurez se madura.

Percibir tu madurez te da un punto de madurez.

La vida es un paseo con tu traje más blanco. Disfruta mientras vas hecho un figurín, y no hagas movimientos inútiles cuando te metas en barro hasta la rodilla, pues sólo conseguirías empeorar las cosas. ¿Quién te había dicho que la vida era un paseo por una pasarela, un escaparate o un jardín florido? ¿Eh? La vida es maravillosa por eso: porque tienes el traje más blanco mientras sorteas las zanjas y los charcos. La suciedad te ennoblece, porque relata tus intentos y tus renegociaciones con lo mal parado. El lamento continuado es indigno: un ruido inútil para ti, y un estorbo a la comprensión y aún a la empatía de los demás. Llora y llorarás solo, dicen. La ira alterará tu aliento y no mostrará más que las sombras de los debates de tu dignidad. El lamento pondrá en tu cara un aire patético que deformará sin remedio y aún ocultará tus verdades. A la gente sólo le llegarán tus modos, y no tus contenidos. No comunicarás tu mensaje. Así que parece que lo inteligente sería que te relajes, que dejes pacíficamente la posada que ocupaste, saber, con serenidad, que va llegando la hora de salir y continuar el camino, dejando la cama, el refugio, al próximo que le corresponda disfrutarlo.

Todo esto de la vida, el traje blanco y la posada, sobre el papel lo tengo claro. Mi cabeza lo sabe. Mi corazón lo acepta. Pero juntos intuyen, a estas alturas de mi vida, cuántas preguntas me van a quedar sin respuesta, cuántos de mis más nobles intentos van a quedar ninguneados, prescritos, sobreseídos. Y sé que mi traje blanco, en el último paseo, va a tener una pinta lamentable, porque ya empiezo a saber cuánto de lo que tenía para dar a los demás se va a podrir en la bolsa. Y cuánto vacío seré capaz de cargar, me pregunto, a cambio de todo el amor que yo tenía para dar. Y tanto que pedía. Me intuyo. Me voy a ver sucio y derrotado en mi tonta lucha por un mundo que juegue sin las cartas marcadas. Sé que lo que ayudé a levantar, lo que esperé ver avanzar, acabará acomodado en su tonta complacencia, en su miopía. Lo que quise alentar con lo mejor que encontraba en mi corazón, acabará aprendiendo a reír con los chistes más burdos, acabará paseando a gusto con los deseos más bajos. Me intuyo dolido e insensibilizado, me intuyo brusco, resentido y fatalmente mancillado en lo más profundo de lo que yo pretendía ser. Me veo con las manos llenas de mierda, aplaudiendo rabiosamente los manidos gracejos que vayan soltando en este teatro indecente. La sangre hirviente, con el impulso del venero que se abre paso desde las profundidades, ya me lo aseguraba en la primera juventud; la sangre de hoy, más densa y sosegada, va cuajando sin haber aprendido a refutar con sus sedimentos la impresión de que la obra no va a ir mejorando cuando se aproxime al final. Con dolor se intuye que nada alterará su ritmo cansino, que nada va a venir a alegrar su trama insípida. Seguirá el dudoso argumento de que nada es urgente ni necesario, porque Dios es misericordioso y todo lo perdona. Seguirá adelante, plena en irresponsabilidad, esta obra imbécil, sin que nadie tenga necesidad de caer en la cuenta de que todos somos el director.

Seguirá adelante, y gol.

Todo el mundo estará empanado y ausente, contemplando un vacío desarrollo coral en el que ninguno de los personajes va a coger las riendas. Y cada uno de ellos, sin disputa, sin ansia, va a esperar su ratito de cañón, de gloria en la escena. El conformismo dirá la frase que le den, sin pasión, el egoísmo sobreactuará la suya y pisará la entrada de la mediocridad, que vestida de lentejuelas del polígono, cantará su frase sin entenderla. La dejadez repetirá sin reflexión lo que le susurren en el último momento, el orgullo dará codazos por seguir en el centro, mientras recita con el ombligo. Y mientras, la violencia, afilando los dientes, pintándose las garras, permanecerá entre bastidores, pues hará los coros de más de uno, llenando sus frecuentes vacíos. Saldrá colgada del brazo de cualquiera. ¿Y la estupidez? ¡Eh, que te toca! Ponte los zapatos ¡Los tuyos! Y venga, que sales a decir tu frase ¡La tuya! Y no te vayas lejos, que tienes mimos con la miseria, coreografías con la ignorancia y haces los coros a la cobardía.

Y así, en ese tonto debatirse, pocas luces encuentro para encender ánimos o sembrar esperanzas. La obra viene huérfana de giros brillantes y arranques de la inteligencia. No hay papel para la honestidad, ni vestuario para la alegría. La sencillez es sustituta en el coro, y a la firmeza le han hecho el vacío. La paciencia siempre está en camino, y la lucidez salió a la calle, pero se enamoró de la utopía, así que, prácticamente, las podemos esperar sentados.

Con este cuadro, y mirándome al espejo, viendo cómo mis sonrisas de ahora, mis preocupaciones de esta mañana se ven en mi cara, predichas por las alegrías y desazones de antes, viendo todo eso, ¿cómo se puede esperar de mí un gesto de clemencia cuando llegue la hora de la contabilidad? ¿Me va a llegar el Amor con el declinar del resuello? ¿Va a acabar venciendo lo justo, como en una película de la sesión matinal? Lo dudo. Me miro hoy, y siento que cuando llegue la hora de recoger, voy a acabar cansado de inventar mi alegría. Sé que no hay nada que celebrar cuando tu empeño languidece: seguramente voy a ser un viejo inaguantable.

Leí en un cómic que, en realidad, la felicidad no es lo más deseable. Que conseguirla nos dejaría sin margen de mejora. Iba a formarme una opinión al respecto, cuando me llega el olor desde la cocina: la cafetera ya está haciendo currr, currr, currr. Mientras arranco hacia allá para apagar el fuego, con el rabillo del ojo me despido del espejo mientras le digo:

-Enciendo el ordenador y me tomo el café sentado. Me hago una batalla rápida antes de empezar a trabajar en mi lienzo blanco. Todavía tengo tiempo.


.