24 de septiembre de 2012

Un fragmento provisional. (21_9_2016)



Me gusta el contacto frío de los pies descalzos en el mármol, quizá con la espalda perezosamente recostada sobre una pared de piedra antigua, quizá incluso un monumento histórico, mientras se acerca el tiempo frío, mientras sigo el dulce ritmillo de una canción en la que una mujer se rasga las vestiduras de desesperación por el niño de madera que ha encontrado en la alcantarilla. O cualquier canción que pueda llevarse a ritmo con el pie descalzo sobre una losa de mármol. Es lo mismo, qué más da. De vital importancia sería que me permitiera seguir manteniendo mi integridad circunstancial, que no me pidiese una concentración tal que me distraiga la mirada perdida en la marea de curvas de los grupos de veinteañeras que están fotografiando toda la plaza. Hermosas y frágiles como un campo de trigo verde azotado por la ventisca inclemente. Lástima de prisas que tienen. Lástima de impostura hormonal que las mantiene en el desvelo y la ceguera a su verdadera belleza. Lástima de lágrimas y risas que no encuentran su justa ubicación. Lástima de afectos desmañados que no encuentran pertinencia y acaban anidando en corazones equivocados. Lástima, finalmente, de reacciones estertóreas y vociferantes. ¿Es que para comerse el mundo hay que gritar tanto? Ya casi no me acuerdo de las púberes ostentaciones del entusiasmo. ¡Dichosas en su preciosa inconsciencia!

Y claro, el aire benévolo de la tarde, la dulzura de la compaña involuntaria me dice vamos, me dice adelante, me dice arriba, y mi corazón se rasga las vestiduras y atraviesa el suelo de mármol. Y atraviesa las brumas y hace una visita al recuerdo de nuestro encuentro de la otra tarde noche.

Smile me a river.

A mí ya sólo me faltaba que alzaras el brazo entre el gentío y acogieras mi compañía. Que me despacharas tu franca alegría y una cierta mezcla de ternura y cinismo mientras ríes y nos saludamos. Sólo me faltaba que dijeras con frescura que tú eres tú fácilmente cuando yo soy yo, que la vida es una especie de mar templado y expectante. Sólo me faltaban pequeñas cosas así, dichas con los ojos abiertos, para que quiera estar sentado a tu lado cada vez que nos encontremos, rozándote el codo, aplaudiendo tus risas o llenándote la copa. A veces las hambres se me concretan maravillosamente, a veces se me materializan flores hermosas en medio de campos de espino. Y te huelo la fragancia peligrosa en el centro del matorral oscuro e impenetrable. Y te miro también cuando no estás y te sigo diciendo hola cuando ya me he despedido, y me pongo a inventar los cauces y caminos más largos por los que irte acompañando, desviando en silencio la mirada hacia los escaparates o los transeúntes, a ver si acabo de una vez de distraer las ganas de irte besando por la calle. Y mientras se me cumplen las hambres que dicen que en el amor, lo que es, es con sencillez, aunque venga envuelto en coraza espinada, y lo que no es, no es, igual de sencillo, aunque venga cabalgando en alegre trotecillo un potro ardiente, mientras ante los ojos de mi corazón se claven, sencillas, esas hambres, tengo que aprender a manejar la descabellada realidad de que mi calor busca tu frío.

Algunas veces me parece demasiado difícil el verme incluido en alguna de tus aspiraciones, la que sea, aunque sea una de las que te sobran, una de las que te molestan, de las que rezas por la noche para que al levantarte por la mañana te hayan desaparecido. No sé, algunas veces no encuentro fórmulas factibles para mantener una química decente. Por eso algunas veces, acordarme de tus cosas, hacerme una imagen de las cosas que me quieres, es para mí un esfuerzo desmesurado, miserable e impertinente. Ni me voy a poner a llamarte por teléfono, ni sabría cómo adornarme, cómo poner prestancia en la voz. La verdad es que, por pedir, ya me conformaría con charlar contigo en público y acompañarte al metro un par de veces por semana. En fin, será que el corazón no lo tengo todavía para altas cumbres, me temo. Y así, la realidad es que puedo poco más que imaginarme tus olores y suspirar por los besos de tu cuerpo quebradizo, seguir con paso firme hacia ninguna parte, rodearme de libros, poner películas que se atascan, recalentar lo que sobró a mediodía y comérmelo, amándote a mi manera, en silencio, con pan y con cerveza.

(Tenemos mucho en común. Ella es de vino blanco, yo soy de arroz blanco).

OFICIO
También se llega lejos cuando el amor promete. O cuando uno se siente en deuda.

El bolígrafo que yo no quería haber heredado tiene una buena anatomía, un tacto elegante, y la tinta tiene suavidad y rapidez.

A pesar de sus borbotones al principio de los trazos, sé que puedo escribir mi piedra y mi río. Mi techo, mi alegría, mi marrón y mi palo. Lágrima y sangre, sudor y cortesía y etiqueta en harapos. Y cuidadito con resbalar hacia Benedetti, y venas abiertas y esas tonterías de charango y cuchara a la luz de la luna, qué cansancio. Más bien le daré mi bicho.

Le daré mi semilla, y ya estamos otra vez con los niños de papá que hablan de ponchos desde el centro de Paguí, y la nostalgia, y el dolor y la tierra y el hombre y el revolucionario humo de los autos, bebiendo tinto caro con alguna guayaba que no da palo al agua, y que huye de la barbarie y la incomprensión con los billetes de su popó y su momó. Rusa mismo, viste.

Más bien le daré malestar, confesión, marea. Y desnudez, indefensión, le pondré. Y una suavidad percutora que se oficia. Y una nobleza que yo tenga.


Y una humedad, le pondré.
A veces me levanto con el gesto torcido, con las maneras más groseras que me encuentro. Yo, que quería seguir instalado en la inocencia, en la confianza y el apoyo a la bondad natural del Hombre. Pero no me dejan. No es que estén pendientes de mí, para acabar haciéndome la vida más dura. No creo que entre en sus planes siquiera, no creo que tenga un peso real en su paisaje perceptivo. Pero lo cierto es que consiguen que a mi vena amarga le entren ganas de pasear. Les sale de fácil... Hoy he leído, y no me quiero extender, que un elegido a dedo está censurando (juzgando) públicamente a un juez que, por lo visto, no comparte con él -el elegido a dedo- una opinión adecuada acerca de la gente que protesta y/o expresa su malestar. El juez minúsculo sugiere el destierro del Juez mayúsculo. Y digo yo que algo estará podrido en el menú, si un elegido a dedo puede erigirse en juez de un Juez.
Yo creo que lo lógico es que si el menú está podrido en esta vida, hay que quitar la mesa. Habría que dejar algo para los comensales que queden a la expectativa y para los que vendrán después. Para nuestras próximas comidas, digo. Hay que dejar los tenedores, para seguir pinchando en los platos comunes, antes de que todo se enfríe. También hay que dejar los cuchillos, para cortar lo que viene demasiado grande para nuestro provecho. Hay que traer servilletas limpias, pues seguramente nos mancharemos cuando nos dispongamos a separar lo que venga pegado al hueso. Veo noticias como esa cada día, y seguido me pongo a pensar en mi inocencia frustrada, en el ninguneo del honor y la dignidad de las personas al que asistimos diariamente, y mira qué extraño, que a mi lado amargo le sale la metáfora de quitar la mesa. Separar lo que daríamos a nuestros hijos de lo que sólo pueden comer los perros.

El día se vuelve brumoso, finalmente. Está bien. El aire se refresca con una impresión de humedad que limpia el ambiente, aunque agrisa las perspectivas.

De pronto los turistas, parecen darse cuenta de que, ni en vacaciones, ni con la moneda más fuerte, ni con la piel más sonrosada, el estómago más exquisito, ni con la juventud más expectante, se tiene todo el tiempo del mundo. De alguna manera el día brumoso trae la descarnada certeza de que en una misma vida pueden ir de la mano la suficiencia y el hastío.

Los contornos de los turistas se vuelven imprecisos en la tarde gris. Se esfuman, en pequeñas multitudes definidas pero desorganizadas, buscando un menú lo suficientemente práctico o exótico, suculento, curioso, brillante o exquisito. Algo cómodo y bueno para incorporar a las anécdotas, algo que realmente no desentone entre vacío y vacío, entre monumentos y sitios pintorescos. Momentáneamente absorto en una inacabable rutina del ocio más desapasionado, el panorama se me va disipando, pues.

La piedra está dura y caen tímidas gotas, además.

Los grupos de chicas nórdicas, blancas, tiernas, ruidosas y de huesos fuertes, también se suman al menú. Lo veo. Sonríen, cargando expectación, y miran, aunque siguen adelante con su parloteo. Se las ve enteras aunque frágiles. Están criadas en países acostumbrados más a visitar que a ser visitados, imagino, con la patata en la base alimentaria y la melancolía en la base emocional. Sus calores son buenos, seguramente. Sus sentimientos, sinceros, supongo, aunque no puedo evitar albergar sospechas por el acervo espiritual de un visitante de fin de semana, aunque, sí, me reconozco débil y abierto a sugerencias de amor y/o picor en lenguas incomprensibles. Tampoco sería la primera vez que dos estructuras óseas, vestidas de piel anhelante, guiadas por los titubeos del corazón o empujadas por los arreones del deseo, llegan a algún tipo de entendimiento. Ante la imposibilidad de la certeza, la carne decide y la Naturaleza acierta. Es lo mejor para el mantenimiento de la especie. Es ley.

Y todo ocurre coincidiendo con el instante en que empiezo a sentir que el suelo está dejando de ser acogedor. Todo ocurre cuando, viendo señales de tácita torpeza en alguna de esas jóvenes, decido que sí estaría bien que yo, momentáneamente descalzo sobre el mármol frío, entrara a formar parte, al menos, del paisaje perceptivo de alguna de ellas. El corazón bombea las ganas antes de que la cabeza se haya convencido. Es en ese momento en que la Naturaleza empezaba a alentarme un decorado de esperanzas, en ese momento previo a mover un sólo líquido o músculo para enderezar el día, para moverme de lo normal a la construcción de algo extraordinario, cuando una voz helada me entra por la derecha:

-Circule, si us plau.

Aunque por dentro, sin ruido alguno, la Naturaleza me está diciendo “¡Ay, las muchachas!”, no puedo evitar el gesto de buscar con la atención, o al menos con la mirada, la procedencia de una voz que parece que me habla. Y claro, con ese gesto vienen casi seguidas la serie de convenciones que se aprenden y usan para vivir en una sociedad libre: básicamente mirar a los ojos, reaccionar gestual y corporalmente a lo que te dicen, mostrar tu apertura y disposición para el diálogo, y ya en estas, hablar, argumentar incluso.

Pero no me saltó el chip de la educación. Tampoco es que saltara al extremo del desaire, es cierto. No hice casi nada. Sólo miré. Y de tanto mirar, veía cómo de una callada manera, todas las formas que he aprendido desde pequeño para el juego social, todas las maneras de ejercer al menos unos rudimentos sobre convencionalismos para la libre convivencia entre las personas, todas esas cosas que se usan normalmente para que las personas se relacionen entre ellas, pues yo, sin saber cómo, notaba cómo se me encogían, se me inhibían.

Por un instante minúsculo, achaqué el escalofrío que me paseó la espalda a la frialdad del suelo de la plaza. Lo único cierto es que ese escalofrío, su naturaleza siniestra, unido a lo brumosa que se estaba poniendo la tarde, acabaron de desdibujarme las diferencias entre la educación y la mala educación. Sencillamente, en la propia situación, en la lectura que me sobrevenía de ella, no había lugar para tal distinción. No había lugar ni para la una ni para la otra.

Cuando estás bloqueado, permanecer callado no requiere decisión ni esfuerzo, es más, no hay que hacerlo. A veces, al tiempo que se te cierra el ojete, se te cierra la boca. Supongo que es algún tipo de acto reflejo que la Madre Naturaleza pone a disposición de tus instintos para que:

  1. no se te escape el chi, y
  2. no te partan la boca.

La voz que me animaba a moverme de allí venía de detrás de un mentón, allá en las alturas. Seguro. Eso es lo que deduje, pues cuando, en un silencio helado, llegué con la vista allá arriba, la voz ya no era tal, supongo que ya había acabado con su fórmula de cortesía. Cierto es que a una voz se le suelen asociar, en la vida real, unos ojos y unos rasgos en alguna cara. Nada viene por añadidura, por supuesto, pero no es difícil imaginarle a una voz unos labios más o menos sonrosados, enmarcados por un área de piel con una supuesta consistencia al tacto, y una adecuada temperatura, en condiciones normales. Y sobre los labios una nariz, y sobre la nariz unos ojos, ¿me equivoco?

Pues lo cierto es que yo, que soy un clásico, que antes de mirar ya espera señales de humanidad detrás de una voz, pues sólo vi aquel mentón. Y me sentí solo. Era lo más humano que se me presentaba en aquella situación. Y se podrá achacar a mi mala fe todo lo que aventure a decir acerca de una conversación que no tiene lugar, se podrá decir que, sin haber hablado con esa persona, todo lo que yo opine alrededor de sus motivaciones y maneras no es más que pura especulación barata y sin sentido. Y concedo, ¡qué leche! No quiero hacer un tratado para estudiosos, ni un artículo para curiosos cuando muestro mis reacciones ante una persona que se dirige a mí sin mostrar maneras de respetarme como un igual. Si esto no es más que especulación inútil, adelante los interesados. Sólo quiero comentar mi vivencia, sin levantar expectativas indeseadas. No quiero que nadie saque filo a mis palabras. Tampoco necesito ahora las atenciones que me faltaron en ese lamentable episodio. Por eso me quedo en los márgenes de la literatura, que no está obligada para nadie y, en este caso, sólo se alimenta de mi corazón y de las atenciones de quien me lea. No hay, pues, que contrastar con otras fuentes. Los límites serán los que encuentre al rememorar, obedeceré al intento de comunicar y sólo aceptaré órdenes de la ortografía.

La base de mis quejas está en que el mentón, que también tenía unos ojos, como pude comprobar después, no había sido más que un trampolín para aquella voz que con fría educación, o mejor dicho, con indiferente corrección, o aún mejor, con velada y tensa mala leche, estaba esperando sólo que me levantase del suelo y me largara de allí. Así que me fui sin hacer ruido, que no es lo mismo que decir que me fui sin más.

En estos tiempos, decir que me fui indignado llevaría al lector a la activación de ciertos resortes estereotípicos contemporáneos. Con esa expresión, se pensaría más en ciertas actitudes que calan en el ámbito mediático, cuando yo sólo me quiero centrar en mi percepción personal. Si dijese que estaba indignado, se me encasillaría en un determinado contexto social, moral y capilar que no me corresponde. Y no. Yo sólo quiero hablar de mis sentimientos, y no permitiría que se les valorase desde ópticas capciosas y coloreadas políticamente. Lo que siento no cabe en una pegatina. No quiero desmarcarme de nada, pero tampoco quiero servir a intereses ajenos, así que, sin suscribir ni rechazar nada, me abstendré de redactarme como indignado.

No me fui sin más, me fui sin contestar, pues no me dieron las buenas tardes ni tuve, como dije, la impresión de que hubiera una conversación en ciernes.

Ahora debo reconocer con vergüenza que mi primera reacción, al comprobar que aquella voz estaba encaramada a una negra mole inflexible, a escasos cincuenta centímetros de donde me hallaba sentado, fue de miedo. ¿Qué quieres? Es lo primero que me vino. La sinceridad es el camino más corto. A veces para llegar a ninguna parte, vale, pero para mí es el menos artificial. Fue miedo, y supongo que me consuela saber que la primera reacción de los grandes mamíferos, ante animales de mayor tamaño, suele ser la huída. Se lo he leído a Konrad Lorenz. Si el animal mayor supera una determinada distancia, llamada de fuga, el animal menor usa su vía de escape, si la tiene. Allí sentado en el escalón de mármol, al verme sorprendido en esas cortas distancias, lo primero que me dijo el instinto fue que la voz, la mole, correspondían, al menos en tamaño, a un mamífero superior.

Es cierto que, una vez puesto en pie, calzado, recogiendo mi mochila y disponiéndome a “circular” hacia alguna parte, el miedo reflejo instintivo fue dejando paso a la rabia y la vergüenza por la situación. Mientras me levantaba, había tenido tiempo de hacer un rápido travelling ascendente, recorriendo, de soslayo, su vestimenta y apostura. En realidad, el vestuario era sencillo: las partes rígidas de la estructura ósea estaban cubiertas por masas rígidas de una pasta lustrosa y negra, que se adivinaba ligera y dura. Las zonas de las articulaciones inferiores y superiores, dejaban estrechos espacios, reservados para permitir el movimiento, que, con algún tipo de tela rígida, igualmente oscura, enlazaban los diferentes bloques de masa rígida. En suma, a mí se me figuraba un imponente ingenio biónico, basado en la observación exhaustiva de algún tipo de escarabajo estercolero prácticamente invulnerable. Visto así, mi miedo, ya en pie, no me resultaba tan vergonzoso, pues, ¡qué bien estudiado se lo tienen éstos! ¡Cómo ocultan bajo los uniformes la más mínima señal de vulnerabilidad, quiero decir, de humanidad! ¡Cómo anulan las distinciones y peculiaridades personales para que se imponga, en cada cuerpo, la parte correspondiente a la institución que los viste, y por tanto, los presenta como parte de una función, más que como persona que integra un colectivo! Y por último, ¡cómo se empeñan en disfrazar de protección la capacidad para la agresión!

Todo era negro, reluciente e inmóvil, por unos instantes, en aquellas distancias, se entiende. ¿Formará parte de su trabajo diario abrillantar la armadura y los complementos, limpiarlos de la sangre o del sudor de los ciudadanos, o hay una especie de utillero en el cuartel, encargado de dar lustre a los juguetes, mientras ellos se centran en levantar pesas con el mentón, a la espera de órdenes? Me pregunto.

Visto desde mi altura incorporado, mi miedo cobró una altura más lógica, más comprensible. Paralelamente, la superioridad que inicialmente atribuí a aquel mamífero, empezaba a menguar. Nuestros ojos, aunque fugazmente, se encontraron enfrentados, igualmente alejados del suelo, y aún así, podría afirmar que bajo su armadura, al sujeto se le seguía adivinando más corpulento que yo. No puedo dejar de imaginármelos entrenando duro en una especie de decathlon del choque: arbitrariedad, abuso, desproporción, rabia, ceguera, brutalidad, desprecio, insulto, cerrazón y hostigamiento gregario. Normal que, tomados uno a uno, presenten una apariencia más corpulenta que la del ciudadano medio, aunque para hablar de superioridad... Para acceder a este trabajo, habrán superado, imagino, un examen de la lengua oficial, unas pruebas físicas que habrán pasado con nota, alguna prueba sobre legislación que ya habrán olvidado, y alguna sobre cultura general que, visto lo visto, habría que quitarla del temario, pues no le acaban viendo aplicación práctica al día a día.

Yo juraría que, cuando ya me disponía a emprender la marcha hacia alguna otra parte, un mínimo músculo, situado cerca de la comisura derecha de sus labios, hizo un movimiento casi imperceptible. ¿Era el inicio de una mueca de desprecio mal disimulada? ¿Era el torpe intento de una muestra de amabilidad desentrenada? Nunca lo supe. Con su escasa disposición a desvelar la verdadera naturaleza de estos matices, a uno no le queda otra que ponerse en el peor de los casos y obrar según su propia educación, la densidad de su agenda o la variable temperatura de los humores, en fin. Yo, a pesar de todo el paso de la sorpresa al miedo, y del miedo a la humillación, y de la humillación a la decepción para acabar asqueado en la rabia, a pesar de todo, nunca he querido negar la posibilidad de que detrás de ese mentón despectivo, en alguna parte blanda, perdida por dentro de la negra armadura, haya un ser humano. Aunque, con ese musculito que fugazmente rompió la marcialidad del momento, creí ver confirmadas mis débiles esperanzas, no deja de martillearme la certeza instintiva de que a éstos no les han ordenado fomentar y mantener un diálogo con la ciudadanía.

Así que, maltrecho, me voy. Dolido, porque vuelvo a dudar de mi pinta de usuario, de ciudadano libre. No creo ser el único que tiene la sensación de que en esta democracia, llega un momento en que el beneficiario, el cliente, deja de tener la razón. Con la vista perdida en la plaza, con los ojos abiertos de esa manera en que nada está enfocado, le doy la espalda y voy pensando, con pena, en que vaya trabajito de mierda que tienen, porque, al final, sean como sean, no dejan de ser madres y padres de familia, joder. Debajo del uniforme y más allá de sus órdenes, también son usuarios, beneficiarios. Pueblo, digamos. Como todo el mundo, imagino que conservarán su parte de inocencia, su propia aspiración a la felicidad, o al menos a una alegría para ir saliendo del paso, como todo el mundo. No podrán negar que van en pos de alguna forma de la armonía, que también necesitan dar y recibir amor, y esbozar su humilde opinión acerca de cual es el sentido de la existencia. Vale, hay que pagar las facturas, de acuerdo. Vale, hay que hacer concesiones para mantener un hogar con familia medianamente estructurada, de acuerdo. Pero macho, te has buscado un curro de estar todo el santo día repartiendo hostias. Mal karma. Estás de parte de una fuerza represora de la libre opinión. Cargas contra esa opinión sin que cuente la tuya. Todo el día cerrando el libro de reclamaciones de la Democracia. Míratelo. Todo, todo el día esperando órdenes, manteniendo callado tu espíritu crítico, reprimiendo tu capacidad para decidir por ti mismo, ocultando bajo protocolos e intenciones ajenas tu indudable capacidad para abrirte a la gente. Y lo peor: tu uniforme falsea tu humanidad y no deja respirar a tus chakras. Mal karma, nen.

Aunque yo no espero órdenes, me voy, hago lo que me dicen, porque es el “Estado de Derecho” el que en realidad nos manda a “circular” por ahí. Y nos quieren convencer a diario de que eso es lo mejor para todos, para mí también. Poco importa si la forma es un rugido en vez de una argumentación, poco importa si el fin es razonable o humillante. Yo, porque soy consciente de vivir en sociedad, circulo y pongo, por cojones, mi libre albedrío en otra parte. No es el momento de cuestionar o entorpecer la cadena de mando.

Siguen estirando la cuerda, siguen apretando las clavijas, y no piensan en el punto de control limitado que tienen los que ellos creen mansos. Los pacíficos. ¿Les resultará agradable ejercer el poder, el control sobre los que no parecen aptos o interesados en oponer una fuerza de igual magnitud en dirección opuesta? En el mundo físico, los cuerpos tienen un coeficiente de elasticidad, que, una vez sobrepasado, hace que esos cuerpos pierdan de forma irreversible su integridad estructural. Se deforman o se rompen. Bajo determinadas circunstancias ambientales, ese coeficiente de elasticidad puede verse alterado. Ser más elásticos, admitir excepcionalmente condiciones más exigentes sin romperse, o por el contrario, ser más delicados y disminuir su capacidad de resistencia. En cualquier caso, las personas, los grupos sociales, no son cuerpos con un determinado coeficiente de elasticidad. La respuesta a la presión no está sujeta a un determinado número o previsión cuantificable. Las personas sienten y piensan. Las personas valoran el contexto presente, atesoran experiencias y aprendizajes del pasado, y proyectan sus anhelos y necesidades en la construcción del futuro. No se puede presupuestar una reacción. Además de eso, flotan en el ambiente algunas apreciaciones dolorosamente equivocadas con respecto al carácter de los mansos, de los pacíficos. No todos los pacíficos lo somos por miedo. No todos los mansos lo somos porque queramos recompensas en el más allá. No todos estamos interesados en “heredar la tierra”: muchos queremos la tierra hoy. Y la queremos en paz, y a diario ponemos nuestra parte en ello, con conciencia. Es un trabajo duro y silencioso. No es falta de fuerza, es una fuerza parecida, puesta en favor de convicciones no violentas. En favor de ideas de creación y construcción. No es falta de orgullo o valor, es más bien lo contrario: es la construcción consciente de un valor y orgullo propios. No nos quedamos impasibles cuando abusan de nosotros. Hacemos el esfuerzo de dirigir nuestras respuestas instintivas hacia lo no violento en nuestras reacciones. No nos reprimimos, hay que tener cuidado con no confundirse en esto. También tenemos la opción fácil marcada en los instintos, sólo que nunca lo hacemos. Al menos hasta ahora.

Dice Konrad Lorenz que si el mamífero inferior encuentra cerrada su posibilidad de huir, si el acoso del mamífero superior se acerca a una llamada “distancia crítica”, el animal menor olvidará su miedo y su inferioridad física, y atacará “instantánea y desesperadamente”.

Yo no quiero llegar a lo vergonzoso ni a lo imprevisible. Que el abuso al que nos someten no llegue a que incluso los mansos, los pacíficos, nos veamos con todo perdido, sin esperanzas. Que no tengamos que vernos mordiendo por miedo, por hambre o desesperación. Dejen alguna vía de escape, por favor. Vivimos callados y resistiendo, inventando, incluso basándonos en irrealidades, nuestras alternativas. Pero no nos asocien con la indolencia, pues estamos más bien en todo lo contrario. Los mansos, los pacíficos, también vivimos en el temor a que un día perdamos las fuerzas y abramos de una vez las puertas que mantienen oculta nuestra violencia.

No hacemos ruido, pero no se equivoquen. Vivimos a un paso de la mala educación, los pacíficos. Vivimos en el pánico a rendirnos, los mansos. 

Y fíjate que ahora me da por pensar que me he eternizado en algo que no merece la pena. A estas horas, las estudiantas nórdicas ya habrán entrado en alguna cadena (las pobres).

Algunas veces miro lo pequeño como si fuera grande. Otras veces, miro lo grande como si fuera pequeño.

Voy igual de perdido, pero todo está bien. El día se va poniendo de un gris irremediable en mi tonto deambular hacia ninguna parte. Lo peor es que este gris no deja ver tintes de ruptura con el tedio, no parece venir animado a proponer un cambio drástico. Una pena. Parece, entonces, que la violencia latente va a seguir alimentándose en silencio, engordando. Yo no sé hasta cuando vamos a seguir esperando el instantáneo rayo esperanzador que ciegue a los miopes, a los ciegos y a los avisados por igual, no sé hasta cuando vamos a seguir construyéndonos las ganas de una pesada cortina de agua que acabe de arrasar la invisible negatividad de la atmósfera, la histeria, la desesperanza, el aburrimiento, la esterilidad y la indolencia, mayormente.

Parece que falta temperatura en el horno o sobra complacencia en el obrador. Por el momento se humedece de puro lánguido y no se atreve siquiera a llover. Puedes pasear, pero no te alejes del barrio. Elabora planes mínimos y no se te ocurra tender una lavadora. Sí, todos sabemos que el sol está en alguna parte, pero por ahora sólo brilla en el corazón de los inocentes y en la imaginación de los iluminados. Sólo calienta si le ponemos un poquito de voluntad.

La gente va como loca y apenas tenemos inspiración para saborear la fortuna de sobrevivir. Nos mandan a circular y crece el temor de que se corran las roscas de todas las tuercas, espárragos y tornillos de la máquina. ¿Y entonces qué? ¿Va a mantenerse la presión? ¿Vamos a seguir funcionando acompasados, con eficacia? Yo lo dudo: si el motor no colapsa ¿qué pasa con los antiguos reglajes? ¿Dónde quedarán la potencia y la eficiencia? ¿Hasta cuándo resistirán el circuito de alimentación y el de refrigeración? No pinta bien, según mi modesta cualificación. No es termodinámica ni mecánicamente sostenible, a mi entender.

Yo pensaba que los colores, en el incesante juego de las proclamas públicas iban a articular algún tipo de sucesión lógica, aunque compuesta por la alternancia de sus respectivos monólogos. Pero no. Hace tiempo que le hemos perdido la pista a la eficacia de ese debate inexistente. Ahora, incluso, tenemos cogida por un pelo la confianza en su buena voluntad. Con su estúpida opacidad y engreimiento, van monologando absurdas e ineptas tentativas de cuatro en cuatro años. Mientras, nosotros esperábamos cerca de los soportales. Unos para salir a la plaza, otros para no alejarse demasiado del sofá. Lo más triste de todo esto es que en realidad los gobernantes de nuestro tiempo, los gobernantes a los que estos sucedieron, han tenido toda la Historia para escuchar, para esforzarse por entender las verdades atronadoras que salen de las bocas que tienen los dientes podridos, y no lo han hecho. ¿Es dejadez, relax en sus funciones? No, se limitaban a desbravar el criterio de los hambrientos, a ningunear las letras de los incultos. Miraron para otro lado. No es ineptitud. Es absentismo.

Y al coro tradicionalmente halitoso se le está sumando la mueca torcida de muchas sonrisas cuidadas que se van truncando.

Se les derrama la última decencia mientras nos dicen que hemos estado sonriendo por encima de nuestras posibilidades. La contabilidad negativa desnuda la ineptitud ante el mundo, vigoriza las sospechas del contribuyente ¿qué espacios les quedan para maniobrar?

Personalmente, para no añadir presión a mi grifo del vinagre, suelo pedir cosas sencillas a la hora de construir los criterios de mi bienestar, y por qué no, de lo que yo llamo “felicidad”. Intento adecuar mis fines a premios visibles y accesibles, y me presento a batallas que, aunque inciertas, no vayan mucho más allá de lo que intuyo que, estirándome un poco, estén al alcance de mis posibilidades. Me olvido de heroicidades, y me conformo con satisfacciones cercanas a una boba felicidad. Aún así, cada día tengo algún dolor de cabeza, y alguna noche que otra, incluso pasada la cota de supervivencia mensual, me cuesta conciliar el sueño. A pesar de mi apuesta por la memez, no consigo evitar del todo la incómoda formulación de ciertas preguntas de intrincada respuesta. Soy así y peor. Y así, me mandan a circular por ahí y yo, que no soy quién para romper el orden establecido, yo, que no tengo qué para presentar una alternativa a la elocuencia de los profesionales de la redacción y gestión de la palabrería subvencionada por el contribuyente, pues me tengo que aguantar, me tengo que quedar en la pura y simple especulación, tengo que callar y aceptar que será difícil que sepa la verdadera opinión que a nuestros gobernantes les merece el contacto de sus pies con el mármol frío.

Por la tele he creído ver, de todos modos, que generalmente llevan zapatos. Y no sólo se les ve gobernando sobre suelos de mármol que se adivinan fríos, no. También se les ve, con variable frecuencia, según el plano, deambulando sobre suelos de moqueta y alfombrados. Yo no puedo evitar pensar que es una lástima. A la pésima gestión que están haciendo de su propia electricidad estática, encerrando el pie en una estrecha cárcel de cuero, se me ocurre añadirle una irresponsable falta de sensibilidad hacia los escalones inferiores de la cadena trófica. Obstinándose en llevar zapatos sobre la alfombra, sobre la moqueta, no hacen más que añadir ansiedad y recorte a las posibilidades de supervivencia de los ácaros que las habitan, pues se alimentan con la piel muerta. Visto esto, la regeneración en mi país está fatalmente condicionada, la sensibilidad está en paradero desconocido. Con este cuadro que se me presenta, con mis pobres luces, no encuentro una energía convincente para preguntar acerca de las vidas y los fines, acerca de los valores que guían a los que habitan el parqué. Eso se me escapa, ves? Esos, que hacen su trabajo en la oscuridad, emplean sus vidas en roer la materia que compone y da cuerpo a las estructuras. La labor de estos parásitos sólo se ve cuando, raramente, hacen una salida a la luz. Para entonces ya todo está perdido: salen a la luz sólo cuando no hay nada que comer por dentro. Y es entonces cuando les conocemos, es sólo entonces cuando sabemos de su capacidad para el daño, pues habiéndolas roído totalmente, nuestras estructuras ceden. Y todo lo que debían sostener, se viene abajo.

(PARÉNTESIS DE FINALES DE AGOSTO)

EL PESO

Me levanté temprano, de la mano de un desvelo hecho mitad soledadansiedad, mitad incertidumbre, mitad calor sofocante. Me voy andando a Correos, y tengo que aprovechar la mañana. Finales de Agosto, tú. Con el rabillo del ojo, veo los fichajes, mirando por el otro lado intento sortear la felicidad de los demás, que es tan pesada en esta ciudad, cuando vas camino de tu existir precario. Hay que aclarar que el problema radica básicamente en una cuestión de tiempos: multitudes de bienvenidos y bienvenidas que no tienen apremios más allá (ni más acá) de la paella de microondas que comerán a la caída del crepúsculo, y están delante y detrás, y a un lado y a otro, (prácticamente en todas partes, con sus camarotes digitales y sus extensores del selfie), mientras tú intentas pasar, porque al otro lado está tu objetivo, tu pobre objetivo diario, o simplemente tu alarmante y dolorosa falta de objetivo definido. Y mientras tú estás pensando llego tarde, llego tarde, mientras tú estás pensando qué mierda voy a hacer con mi vida, pues ellos están llenando tarjetas con recuerdos imborrables. Aclarar que cuando van siete por una calle del centro, por una acera, ancha o estrecha, no van como los siete enanitos, cantando a trabajar, ni a casa a descansar, qué va, van como los siete magníficos. Y llegado a este ejemplo no puedo dejar de reconocer que se me ha ido retorciendo el hocico en esta ciudad. Yo antes decía

-Sorry, thank you, merci, danke, grazie mile.

Y pasaba, sonriendo.

Ahora, cuando se me paran a contemplar el pálido reflejo de una voluta en un escaparate, cuando se me paran de improviso, en gran grupo, porque se han acordado de que en alguna parte han despreciado la posibilidad de comer sin ganas una piadina, o un crépe, o un shawarma, pues ahora sólo me sale

-A ver si nos aclaramos de una puta vez (pronunciación andaluza).

Y paso, sin más.

El debate ciudadano no es que se muera Peret ni que se vaya Xabi Alonso. El debate ciudadano es la elección entre tener todo el tiempo del mundo con un bolsillo de mierda, o escuchar el triste tintineo de tus monedas, mientras desperdicias tu música, tu tiempo de sol, de aire puro, en el lugar de trabajo. Sigo caminando, eludiendo estas y otras perniciosas consideraciones. Todo lo mío está cogido con pinzas, con alfileres. Sigo atravesando este Agosto malvivido, en el que mi marcha se ha reducido a una chibeca por la noche, viendo películas de biblioteca comiendo un bocadillo. Menos mal que ya va pasando. Ahora sólo queda superar el síndrome postvacacional de los amigos. Y pensar menos mal, menos mal que no tengo tele, menos mal que no me caliento más de lo debido, y mantengo a distancia prudente la posibilidad de cambiar el libro por el palo. No quiero ayudar a empeorar las cosas. Sobre todo las mías. Prefiero seguir adelante, aunque ciegamente. Prefiero mantener mi bisoñez, a saco. No pensar en que se va el artista denostado, no pensar que se muere el cantante, que se muere el poeta y no baja la proporción de burros, sino más bien al contrario. Sigo, sigo intentando no amargar la cara, sigo, sigo componiendo mi canto por dentro, sigo dando gratis mi tesoro. Cobrando por marear la perdiz y, mientras reviento, todo el turismo que puedo pagar es imágenes de google.

Mejor no hablar del Amor. Al menos mientras mi amor propio no haya descongelado.

He llegado a las escaleras de Correos y el helicóptero, allá, en las alturas, no ha dejado de dar por culo. Qué es lo que vigila, me pregunto, si en el mes de vacaciones están cerradas hasta las tiendas de pinzas, de alfileres. Supongo que la ordenanza les obliga a enseñar los juguetes, más que nada por justificar sueldos, partidas, presupuestos y oposiciones. En fin.

En la escalera, mientras subo, veo cómo la duerme a pleno sol un guiri treinti blanco de moreno salmonete. Uno de los que han venido, es preciso aclarar, no uno de los que se han quedado. Y yo me digo hay que ver: en su país bebiendo en una bolsa, besando bajo el muérdago, y aquí follando entre contenedores con las claritas del día. Y empujo la puerta giratoria, y me digo no me extraña, me digo que no es raro que con tanta facilidad, se sigan produciendo Milers, Orsonweles, y Heminguays.

Entro.

Pulso mi botón, cojo mi turno.

Busco el formulario de envío certificado nacional.

Lo relleno.

Busco el formulario de envío certificado internacional.

Lo relleno, y me digo:

-Ya veremos ésto cuánto me va a costar.

No he acabado, y ya ha pasado mi turno, pues la oficina está propia para hacer un rodaje.

Pulso (nuevamente) el botón de antes y,

cojo el turno de ahora.

Qué cansancio.

Me toca, al fin.

Me acerco, digo:

-Buenos días.

-Buenos días- contesta el funcionario.

Meto los formularios por la ranura.

Meto los paquetes en el torno giratorio.

El hombre se dispone a girar el torno, pero como es un verbo compuesto, ya lo he girado yo, que no tengo toda la mañana.

Con esa alegría de trabajo fijo, automatizado,

coge el paquete del envío nacional,

lo pesa,

hace unos tecleos en la calculadora,

pegatinita,

código de barras,

sello y firme aquí.

Yo me tenso, no he visto el precio ni el peso en la balanza, pues

tengo las gafas del lejos.

El funcionario, como sin sangre,

coge el paquete del envío internacional,

lo pesa,

hace unos tecleos en la calculadora,

pegatinita,

código de barras,

sello y firme aquí,

y yo, que sigo tenso, pues

mientras el funcionario pone mis envíos cada cual en su cesto,

yo sigo sin coscarme de lo que sale en la calculadora.

Inquiero (solicito):

-¿Ésto llega, verdad?

-Tiene que llegar- me dice con un acento marcial desganado, y añade- son envíos certificados.

-Ahí dentro van mis trabajos- le suelto- y TIENEN que llegar, que una vez, envié normal, y me perdísteis un mosaico.

El señor andaba sacando el tíquet, grapándolo a los resguardos, y asomándose por encima de sus gafas, me dijo:

-Hombreeeee, es que si envías normal, jejejejeje.

(Cinco “e” y cinco “je”. Un doble cinco: ...)

(Respiración, por mi parte, domando el acelero, conteniendo

malamente la rabia, el improperio, la leche que me sube, mientras

una neblina de incomprensión se va extendiendo, helada, amenazadora, sobre el cristal que separa su silla, su oposición, sus trienios,

de mi aguante,

de mi ira natural,

de mis menguadas fuerzas para la educación.

Unos tensos segundos que me concedo para ver que el hombre

ha abierto los ojos a su metedura de pata, y ahora

no tiene cojones de levantar la mirada.)

Al final, gasto la corrección que me quedaba, para decirle:

-Te pagaré con tarjeta.

Y poco más. Me clavó quince euros, y se nos acabaron las palabras.

En un silencio formal, pulsó el botón de siguiente, mientras yo me encaminaba hacia una parte insignificante de tiempo libre.

Pensé en políticos concretos, en asesores anónimos, en familiares a dedo y en jaurías de subsecretarios. Pensé en catetos trajeados, pulsando los botones que ponen a funcionar a estos funcionarios. Y luego me vinieron a la cabeza, las risas de mis amigos guiris residentes, cuando hablan entre ellos de los servicios del país. Me vino, sonrojantemente, el peso que tenemos. Sí. En PLURAL.

Verás, yo no ando con banderitas y esas mierdas, pero cuando falla lo normal en el sitio en el que estoy viviendo, yo no me río. A mí me da vergüenza. No me importa que sea responsabilidad de otros. Y no me río, además, porque a mí la vida no me perdona ni un fallo. Actúo lo mejor que puedo por decencia, por responsabilidad, y porque si no lo hago bien, lo acabo pagando. Es muy simple. Yo no dejo de pensar en que si los gobernantes, con todos sus consejeros, chóferes, chupópteros en nómina y tristes asalariados, admiten con humor y desparpajo la parte podrida de nuestra normalidad, si se ríen abiertamente de lo que está mal y debería estar bien, si admiten esa base traicionada, ¿no es eso condicionar con trágica alevosía las bases de los que tenemos que pelear por acceder a la normalidad? ¿No es eso reírse, en definitiva, de los que, pese a lo que pese, intentamos hacer lo correcto, aún cuando sabemos que el juego está adulterado?

Salgo con un pellizco que me corta el cuerpo, pues no se me olvidan esos que se ríen de su propio trabajo mal hecho. En los políticos que los crían con ese humor, mientras miran para otro lado. Y en nuestra pobre normalidad de migajas, que sólo se sostiene con nuestras buenas interpretaciones, con nuestro buen humor, natural de país meridional. Los guiris se ríen con razón, pues además de ver claro el peso que tenemos, asisten atónitos a nuestras ínfulas de mundo civilizado. Por no hablar de tanto mareo con la identidad, la cultura, los símbolos, las sensibilidades traicionadas, y las fechas, las efemérides a las que agarramos nuestros tenderetes para cargarnos de razón, cada uno en su decorado. No puedo dejar de pensar qué desastre.

Salgo para el gótico, no sé si con prisa o con ansiedad por saber de una vez qué mierda puedo hacer el resto de la mañana. Algo que sea sencillo, me pido, que sea mío y que sea honesto. Que sea de MI normalidad. Algo que pueda crear con rabia no destructiva, con humor no avergonzante. Algo que sea productivo, que me dé tiempo a comer y no llegue tarde a los flyers.

Encamino, pues, el resto de la mañana hacia una biblioteca que queda abierta.

En el Carrer de la Ciutat, la balanza anti-complejos, dice que YO tengo el peso de George Clooney.

(Siento haberme quedado sin comentarios.)


Se levanta, al fin, el velo gris de este mundo, y nacemos, quizás, a la orilla blanca, a la verde campiña que intuíamos en el corazón. Nacemos en ese campo de cereal que sobrepasa el dulce tacto de la hierba, el de la frescura de las lluvias de primavera. Cae el velo gris mientras las espigas se secan y anticipan el tacto materno, el calor acogedor del pan que a lo largo de la vida ha ido amasando tu corazón.


(...)


Los datos sobre comportamiento animal presentes en este texto, los he leído en el libro:

Lorenz, Konrad: “Cuando el hombre encontró al perro”.

Ed. Tusquets Fábula. Barcelona, 1999.

2 comentarios:

  1. Preciosa manera de desnudar tus hambres...preciosa forma de empezar a saciarlas...GRACIAS por textos como este...con la sencilla belleza de lo provisional...

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