15 de julio de 2012

Terror verbal


Si yo me hubiera liado a bimbas con todo indeseable que lo merecía, porque el pobre imbécil quería ridiculizarme o competir por algo que era mío, mis maestros hubieran pensado de mi que había acabado torciéndome en la vida. Mis padres también hubieran sufrido con la gente hablando de los problemas que siempre han habido en esa casa. Tampoco he sido nunca un tío con un cuerpo de resolver las cosas a bimbas. Por eso –cuando tienen arreglo- resuelvo las cosas hablando. Nunca me he pegado con nadie. De pequeño me han dado algunas veces, y nunca he hecho nada que no sea cubrirme de los golpes o de los empujones. Una vez le di una pedrada en la cabeza a un niño y cuando vi la sangre supe que nunca sería un samurai. En el cole yo era siempre dos años menor y todos tenían siempre dos años más de hormonas y de músculos que yo. Me vacilaban, sobre todo si había niñas delante. Me humillaban constantemente. Y yo sentía que era un mierda si no me defendía. En el cole los maestros siempre decían que hablando se entiende la gente. Y pensé que por qué no podía decirles lo que pensaba a los becerros que se metían conmigo. Tuve que empezar a hablar, sobre todo antes de que se liara, me convenía. He hecho eso desde chico, pero es ahora cuando estoy siendo consciente de que el truco consiste en hacerle un regate mental al becerro en cuestión. Puedes regatearle para calmarlo, para disuadirle o para hacerte su colega. De todas formas, cuando alguien me toca realmente los cojones, el regate mental es para devolverle el golpe. Ahora creo que estoy algo encabronado con las cosas y tengo algunas veces hasta mala leche. Pero sigo pensando igual con respecto a la sangre y a la violencia física. Cuando me tocan los cojones de verdad el truco consiste en dejarlos en ridículo sin que después me partan la boca. No es fácil, pero hasta ahora he ganado casi siempre. Una vez le dije una cosa a un becerro, que hasta sus amigos –que también venían a calentarme- se partían el culo. Dejé las cosas de forma que para el becerro que me quería guantear pareciera realmente ridículo que me pegara, así que se rió también y acabamos tomándonos un Gin tonic. Sólo él no sabía que el protagonista del chiste era él. Pero bueno, lo importante era que él no hizo correr mi sangre y yo miraba satisfecho las miradas de respeto de sus amigos. Esa es la única fuerza que tengo cuando la adversidad o la puta vida adopta forma de becerro. Mi lengua, mi cabeza, simpatía y perversidad.
Así mis maestros ahora pueden pensar que me enseñaron bien a pensar, mis padres saben que si la gente habla de mí, yo hablaré de ellos. Mantengo en forma mis trucos, que ya me salen de forma natural, al mismo tiempo que estudio el campo de batalla, que no tiene fronteras ni descansos.

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