15 de julio de 2012

La luz de Santa Elena.

En el velatorio de Eladio, la familia, los amigos y sus compañeros de trabajo coincidían entre sollozos y suspiros en que había sido un buen hombre. Algunos de los compañeros de la obra donde trabajaba comentaron en corrillos (para no causar un dolor innecesario a los familiares del muerto) que mientras caía del andamio empezó a gritar algo que no se le entendió bien porque el fatal golpe cortó definitivamente la primera palabra. Unos creyeron escuchar “Por Dios” y pensaban que el hombre, viendo la muerte tan cerca, debía haber dado un repaso a su vida tan dura, y al ver el final, acabó quejándose a Nuestro Señor por ese final tan duro como la vida que había llevado. Pero no, otros cuchichearon que no, que no era eso lo que dijo, que ellos habían oído “Rosario”, y eso les había congelado el corazón, porque ese es el nombre de su mujer. Era rabioso y enternecedor que Eladio dijese el nombre de su mujer en sus últimos momentos, que a lo mejor se estaba despidiendo de ella. La muerte, que acaba hasta con el amor. Algunos de los últimos que llegaron, entre ellos el encargado de la obra, que siempre le había tenido rabia a Eladio (en la obra la opinión del difunto siempre había sido más fiable que la suya propia, que a fin de cuentas era el encargado), llegaron diciendo que Eladio dijo “Flor”, que todo el mundo sabe que es el nombre de un local de alterne a dos kilómetros escasos del pueblo, donde Eladio estaba recuperando la juventud. Alguien les dijo “Cabrones, que estamos en su velatorio para que vengáis a insultarle” El encargado replicó que en la cena de empresa por Navidad nadie faltó a la escapadita que hicieron al “Flor” para la última copa, que estuvieron todos y eso no les convierte en unos cabrones, que hay que darse algún gusto para compensar lo mala que está la vida. Que no era malo si Eladio se acordaba en sus últimos momentos de algo que le hacía recuperar la juventud, que sí que lo dijo, acordaros, el mes pasado, el día que se repartieron los cheques con la extra. Sí, sí, esto convenció a la mayoría, pero como había habido mucho acaloramiento en la discusión y pocos argumentos, cada uno volvió a acordarse de la palabra que había creído oír. Los de “Por Dios” se retiraron un poco y rezaron en voz baja con un escalofrío en la espalda. Los de “Rosario” se salieron al patio porque se les saltaban las lágrimas cada vez que escuchaban a la viuda, aunque estuviera pidiendo un poquito caldo. Los de “Flor” tomaron un poco de anís y consiguieron acercar unas sillas a donde se encontraba Eladio de cuerpo presente.
En realidad, lo que Eladio estaba empezando a decir fue “¡Copón!”. Una simple exclamación, una coletilla. Y no es que quisiera decir eso, al pobre no le dio tiempo a pensar en lo que decía. Simplemente le salió eso. Cuando vino a darse cuenta de que se caía ya estaba en el suelo. Y no hay que darle más vueltas a por qué dijo lo que dijo. Le salió eso porque no significa nada, es una expresión de sorpresa. No le dio tiempo a arrepentirse de nada, ni a sentir amor, ni a que se le despertase la líbido. Lo dijo porque eso se dice en su entorno cuando alguien se golpea con un martillo o le dan un susto. Lo había dicho porque se lo había oído a su padre, y éste a su padre y al padre de su padre. Eladio era albañil, y al caerse del andamio le salió “¡Copón!” en medio segundo, igual que cuando volcaba un café, resbalaba en la cocina o cuando veía de pronto tres números rojos en el boletín del niño. Y en situaciones parecidas, sus compañeros hubieran dicho algo parecido, y todo lo demás son ganas de homenajear al difunto. Otra cosa sería que se hubiera caído el hijo del dueño , que está todo el año con becas en Harvard, en Estados Unidos y en el extranjero. Ése hubiera dicho “Oops!” mientras se daba el trastazo. Pero Eladio era albañil y no se le ocurrió una frase bonita al morir. Y que descanse en paz.

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