15 de julio de 2012

Fábula del pío.

Aquel crudo día de invierno pilló a un pajarito en el campo. Las nubes pasaban rápidas y negras, porque había un viento bronco y frío que quería romperlas. El pájaro, que apenas se atrevía a despegar las alas del cuerpo, tan frío estaba el día, caminaba resignado y esquivando los charcos de un prado interminable. Y no sé por qué (yo no le conocía mucho) pero el pajarillo estaba triste y eso.
La cosa empeoró bastante cuando una vaca que por allí pasaba se le hizo caca encima. El pájaro, que para ser un pájaro hacía un buen uso de la razón, pensó dos cosas. La primera fue que qué mala suerte la suya, que con lo grande que era el campo, la vaca tuvo que ir precisamente allí a hacer aquello. La segunda fue que qué agobio, que se ahogaba. La verdad era que la vaca no había hecho mucha caca, que más que nada aquello se le había caído por aburrimiento, pero si pensamos en el tamaño del pobre pajarito (pequeño como un suspiro), entenderemos que para él aquello era poco menos que un planeta.
La cosa es que, viendo que su vida peligraba, concentró sus fuerzas hasta conseguir sacar la cabeza de aquello. Y ya más tranquilo y sintiéndose a salvo pensó otras dos cosas. La primera fue que aquello que le había pasado no era más que una casualidad, que la vaca pasaba por allí y ya está, que no quería para él ningún mal y se había hecho caca sin querer y sin haberlo visto. Y mira, quieras que no, eso, algo consuela. La segunda cosa que pensó fue que, puestos a ser positivos, con la caca a la altura del cuello, no tenía ni pizca de frío. Y eso, en aquel prado interminable con el suelo encharcado y el cielo taponado de nubes de tormenta y vientos rugientes, era un lujo. Esto animó a nuestro pájaro, que de sentirse desgraciado con aquella lamentable coincidencia con la vaca, empezó a verse como el ser más afortunado, por lo menos el más afortunado de aquel prado en aquel crudo día de invierno. Sintió que tenía que proclamar su alegría al resto del universo. Y entonces, de puro regocijo, el pajarito exclamó en voz alta:

-¡Pío!

Pero claro, como siempre, las alegrías no suelen durar demasiado, y menos para un pajarillo que, antes de pasarle nada en aquel crudo día de invierno, sin yo saber por qué (pues no le conocía mucho) estaba triste y eso. Y mucho menos aún si, como ya sabemos, él hace un buen uso de la razón y acaba encontrando la parte negativa que tiene toda situación favorable: ¿qué haría cuando al fin saliera el sol? ¿no se secaría aquello dejándolo aprisionado allí para siempre? Seguramente se ahogaría de calor, con la caca apretándole el cuello. Pero, ¿y si caía un chaparrón de los grandes y los charcos empezaban a crecer hasta convertirse en pequeños lagos que acabaran cubriéndole y ahogándolo? Una muerte horrible. Y si por una casualidad remota ni llovía ni salía el sol ¿hasta cuando podía aguantar así? ¿qué haría cuando tuviese hambre o sed o las dos cosas a la vez? Por no mencionar que aparte del peligro de muerte que corría, podía pasar por allí algún amigo suyo, o peor aún, alguna pajarita y ver aquel espectáculo lamentable: una especie de ensaimada apestosa con la cabeza de un pajarito coronándola, como una guinda de lo más patético. Si lograra salir de esta, seguramente se reirían muchísimo de él, le pondrían motes y nunca tendría novia. ¡Ay, qué agobio tenía el pajarito! El pobre alzó su cabecita hacia el cielo, y de pura angustia, lloró:

-¡Pío!

Y claro, tanto pío y pío atrajeron la atención de un gato que por allí pasaba. Ya sería raro que en un prado tan grande sólo hubiera una vaca y un pajarito ¿no? El gato, que era un gato más bien torpón, al principio no se enteraba. ¿Qué sería aquello que piaba como un pájaro pero olía a caca de vaca? No atinaba con la respuesta. El pajarillo, que aunque hacía un buen uso de la razón, no tenía mucha experiencia de la vida y nunca había visto un gato, creyó que aquel animal había venido a ayudarle. Por eso, respirando hondo, dijo una vez más:

-¡Pío!

El otro, como todo el que no sabe nada, actuó ciegamente y le dio un toquecito suave con una de sus patas. Así que salió una de las alitas del pájaro, que dijo alegremente, “¡salvado!”, o sea:

-¡Pío!

El gato era torpe, pero no tonto y ya sí, ya por fin pilló lo que allí se estaba cociendo. Le dio algunos toquecitos suaves y amorosamente lo llevó hasta un charquito para lavarlo. Y el otro supercontento, el pobre ya iba a darle las gracias a su manera cuando se lo zampó.

Un crudo día de invierno nos pilló a unos amigos y a mí mismo en una cafetería. Les referí la historia de aquel pajarito que andaba triste y cada uno sacó su propia moraleja. Unos dijeron que no sólo los enemigos pueden llegar a cubrirte de mierda. Otros dijeron que no debes confiar ciegamente en el que te saca de la mierda, que no tiene por qué ser tu amigo. La mayoría recordó las veces que el pajarito entonaba su canto, que uno fue de regocijo, otro fue angustiado, otro esperanzador y el último de alegría. Todos pensamos en lo inútil que resulta ser en algunos casos el buen uso de la razón, en las desgracias y las alegrías que pueden acarrear una simple coincidencia; también estuvimos de acuerdo en lo difícil que resulta distinguir lo bueno de lo malo, el amigo del enemigo, agravado todo porque el amigo se torna enemigo según su interés, la dirección del viento o una mala digestión, y también al contrario y sin aviso. Por no decir que una alegría puede traer escondida la mayor de las miserias, y viceversa. Y todo gira así en este mundo loco loco.

En fin, pensando en el pajarito y cuando nos disponíamos a pagar las copas, todos coincidíamos en que si estás de mierda hasta el cuello o por el contrario te sientes el más afortunado, lo mejor que puedes hacer es mantener el pico cerradito.


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