4 de febrero de 2012

Uno se arriesga a que su dedo,

o su otro dedo, o peor aún, su corazón, se pongan a señalar y elegir.

El primero, que hace que las cosas tengan cuerpo y nombre, no es tu dedo. Es un dedo infiltrado en tu mano. Está dirigido por una mano que no conocemos. La del azar. Nos estira el índice y lo lleva adonde dicten en ese momento las volubles leyes del apetito.

El segundo dedo es un animal preso de sus pasiones, un pelele ávido de sudores y líquidos femeninos, un depredador ansioso de piel, pelo y rasguños que se vuelve ciego ante la amenaza de la quietud. Qué podemos esperar de él.

Por otra parte, qué pasaría si nos confiásemos a un órgano cargado de artificios y frases ingeniosas, que se sabe gobernado por uno o los dos dedos, que disfraza los instintos que le inspiran y se nos presenta como un simple buscador de arrullos, de aventuras, de entusiasmos... Sí, señalar con el corazón quizá sea el mayor de los desatinos.

En amor, en fin, una elección es como un paseo por el mercado. Quien elige no hace más que inventar burdas leyes que enmascaran la arbitrariedad del deseo.

Dejándonos llevar por nuestras intuiciones no hacemos más que importunar a alguien que vive perfectamente sin nosotros. Démosle, jadeando, alcance que si no nos dejamos llevar por la euforia del descanso, no podremos dejar de ver que la persecución había estado organizada por uno de nuestros dedos.


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