4 de febrero de 2012

Poema del amor insomne.

Cuando uno se ve forzado a escribir un poema de amor, raramente se plantea cuestiones como la eficacia, o la economía de sus palabras, o la viveza del ritmo. En el extremo que es un poema de amor, son absurdas las cuestiones formales, también están de más las razones estéticas, incluso las éticas. Cuando alguien deposita sus últimas esperanzas en escribir eso que todos –tácitamente- llamamos poema, se encuentra ante un paisaje inmenso, desoladamente vacío, donde nada se atreve siquiera a resonar.

Si es su caso, le recomiendo encerrarse en una habitación pequeña y umbría, a ser posible hacia el final de la tarde, situada lejos de lugares de paso –donde suelen concentrarse las charlas con las visitas- e igualmente alejada de electrodomésticos ruidosos en funcionamiento.

Sobre una mesa estufa colocará una máquina de escribir portátil en estado aceptable, y dispondrá a su izquierda una cantidad suficiente de papel blanco.

Usted, aspirante a amado, escribirá –debidamente separadas por un espacio entre ellas- cien veces la letra ene mayúscula. Hay que poner el máximo celo en esta actividad: no se trata de repetir cansinamente cien veces la letra ene. No, estamos escribiendo para alguien que esta noche nos quita el sueño: cada ene deberá ser distinta, hay que dar contenido amoroso al mecánico gesto de pulsar una tecla. Cada ene –de entre esas cien enes- será la inicial de una palabra sugerente que dedicará a la amada. La primera ene puede ser la inicial del nudo que forma el abrazo de dos amantes; la segunda, por ejemplo, será la de una nuca besada con ternura; la tercera, el andar nómada de una caricia que recorre todo el cuerpo... Si procede así, habrá encontrado cien formas de amarla a partir de la ene.

A continuación hará lo propio con la letra o mayúscula. Pensará, por ejemplo, en la oscuridad que precisan los besos furtivos, en el origen que es el seno de su amada, donde cada noche usted quiere retornar; o en la órbita que usted traza en torno a sus ojos; o tal vez se permita la osadía de esbozar una oratoria de las oquedades... Cien veces la letra o.

Igualmente, pulsará cien veces la letra ce –colocada en su posición de mayúsculas- y se sentirá amante confeso y culpable, y le dedicará el susurro de una canción nacida en la confidencia de las sábanas. Con la ce puede darle consuelo a sus amarguras, destierro a la crudeza. Llegue, con estos nobles propósitos, a cien ces.

Cien golpes sonoros estamparán en el papel –paradójicamente- el registro de una letra muda, la hache mayúscula. En cada golpe usted pondrá el corazón, y desde el primero se sentirá henchido de su hermosura. Dote a cada letra del frescor de la hierba, que en el hueco de cada hache pueda encontrarse el hospedaje reparador de un templo hedónico, la humildad de un beso para enfrentarse al horror.

(Podemos, en este punto, tras acabar cien letras mudas, descansar y poner la mente en blanco.)

Con la práctica adquirida en las cuatro anteriores, no le será difícil –una vez localizadas la tecla en cuestión y la barra espaciadora- escribir cien veces la e mayúscula. Puede hacerlo con los ojos cerrados, con el flexo por encender, con la mirada en una mancha de humedad o en algún objeto que –en la penumbra- parezca monstruoso allí, en la estantería pintada a mano con gatos y caracoles, y colgada precariamente. Recuerde que esta letra también es inicial de la efectividad. Dote así a cada golpe del espíritu de la ternura, y enarbole ante su amada el estandarte de la entrega, dispare el ensueño que le encabrite el corazón, de forma que cada una de las letras enardezca su ánimo en su ausencia.

Tenemos, al finalizar esta operación, cinco grupos distintos de cien letras cada uno. Quinientas letras de amor pausado, quinientas sensaciones dirigidas a una sola persona. Entonces deberá buscar unas tijeras de tamaño mediano. Dispóngase –pacientemente- a recortar cada letrita y ponerla en un bote (uno para cada grupo de letras). A ser posible todos los botes tendrán tapa. Una vez recortadas todas las letras y agrupadas en sus botes correspondientes, se taparán y agitarán, a fin de que las enes se mezclen entre ellas, lo mismo que las oes, las ces, etc; Ahora colocará los botes en el siguiente orden, de izquierda a derecha: el bote de la ene, después el de la o, el de las ces, las haches, y por último el de la e. Hecho esto, busque un tubo de pegamento, y siguiendo el orden citado, pegue las letritas hasta formar cien veces la palabra NOCHE. Una en cada hoja de papel. Y ya está.

Entonces mirará el reloj, y verá –si ha seguido las instrucciones- que han pasado bastantes horas. Verá que su noche de desvelo se ha consumido pensando –de forma constructiva- en la persona amada. A unos ojos que no sean míos o de usted, esto que acaba de hacer no es un poema de amor. A los ojos del profano, esto no pasará de ser una forma más bien simple de sobrellevar la extrema frialdad de una noche de añoranza.

Usted y yo sabemos que no es así: si se escoge al azar una de esas noches usted y yo veremos que ha dedicado la ene a nadar en el corazón de su amada, con la o habrá tenido el oído presto a su más leve deseo, en sus brazos habrá colocado la ce de una cuna para velar su sueño, con la hache la habrá rociado de hermosura, y con la e a sus pies, habrá puesto el mayor empeño en emocionarla. Todo eso en una sola noche.

Habrá inventado –como mínimo- cien noches distintas para ella.

Y esto, hablando de recuperar el sueño, es más efectivo y agradable que cualquier sin ti no puedo vivir que pueda decirle en un café de mala muerte, en una tarde pesada, nubosa y aburrida.



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