15 de agosto de 2011

SILENZA


Parece como si el mundo estuviese almohadillado, como si una tuviera los pies de goma.

Mis paseos provocan apenas un rumor callado, como el de cerrar la cortina de una habitación en la penumbra, o el de cortar la flor más pequeña de un seto frondoso.
Será porque mi casa es el mundo, o porque mi cielo es el suelo que piso, que no tengo que ir por ahí llamando la atención. Yo estoy bien como estoy, y no quiero que piensen en mí más de lo necesario.

Cuando abro los ojos me pongo a mirar al techo. Dura apenas un segundo, lo suficiente para tomar conciencia de que estoy como prestada en este mundo, entre toda esta gente. El techo, por las mañanas es blanco e indefinido, sin manchas, sin objetos que lo midan, quizá sólo algún reflejo metálico, o la proyección luminosa de otra pared. El techo, cuando abro los ojos, no está sobre mi cabeza, está enfrente de mí. Ese es mi horizonte. Mi suelo está en mi espalda, o en mis costados, incluso en mi pecho, mis rodillas o en mi sexo.

Esto me separa de los demás. Ellos, con el suelo en sus pies, encuentran su horizonte allá a lo lejos, en una línea que viene a ser el mismo suelo. Alcanzable en el tiempo y el espacio. Mi horizonte está enfrente del suelo. Cuando abro los ojos, durante apenas un segundo, extiendo los brazos hacia el vacío. Y sé que dos mundos cohabitan en este mundo: el mundo de los que caminan hacia su horizonte, y el de los que tienen que acomodar el cuerpo al suelo porque su horizonte es inaccesible.

Así que cada mañana respiro, aprieto los puños y abandono los ángulos propios de mi naturaleza. Me levanto.

El espejo, desconfiado y añoso, se resiste a devolver las señales de mi triunfo. Se niega a aceptar que mi cuerpo es mi propio suelo, que conserva su propia ley de la gravedad, independiente del mundo, del peso de los días y los años. Y su reflejo me llega contaminado de murmuraciones. De dudas. De temores, incluso.

Al espejo le tiemblan los ojos ante mis labios tensos, mi cara fresca, mis tetas jóvenes. Cuchichea nervioso si observa la firmeza de las rodillas, lo resuelto de los muslos, la frescura de las manos. Capitula ante la fertilidad callada del valle púbico, ante la planicie infinita del vientre, la tersura del cuello, de los ojos.

Lo dejo en sombras, en la duda de haber devuelto un reflejo equivocado, después de tantos años.

Y entre risas me deslizo al armario a cargar mi cuerpo con ropas de señora respetable, y me froto un elixir que me da las cicatrices, el olor a tiempo, el vello perenne, los sudores sedentarios y la sonrisa resignada que ilustra mil dolores cotidianos: las pérdidas irreparables, los sueños incumplidos, los amores que no llegaron a ser, las decepciones más hondas y la nostalgia de la salud, que es un pájaro que sólo anida en las ramas más jóvenes.

Y me maquillo la cara con capas de años, me pinto con surcos los labios, con sombra triste los ojos. Cuento y señalo las uñas quebradizas, y ensayo el baile de unas manos temblorosas y un andar renqueante. Doblo el vientre y humillo las piernas hasta exprimir la última gota de seducción. Y con el último botón del cuello repaso la partitura de una voz entrañable y cansada, y aprendo palabras polvorientas que tilden mi boca de indefensión, que den a mi aura el aroma inconfundible de las colonias añejas, que inspiran una mezcla de fervor, lástima y respeto por la sapiencia que se va quedando pegada a los años.

Y me marcho luego al trabajo.

No tengo que apurarme ni nada por el estilo, soy la dueña de mi propio negocio. Tengo una empresa de distribuciones con una clientela fija y el trato especial de las autoridades: puedo dejar abierto toda la noche, incluso domingos y festivos.

Con esto es fácil pensar que regento un negocio próspero, que mis clientes me asedian, pero qué va. Me voy manteniendo a duras penas. Será por la inflación o por tanto desalmado envidioso que se dedica a hacerme mala prensa, que cada vez se muestra la gente más remisa a visitar el local.

Me fastidia, pero después de tantos años de prosperidad, tengo que ir de puerta en puerta ofreciendo mis productos. Porque mi mercancía es de primera necesidad y no tengo demasiada competencia, puedo permitirme el lujo de tomarme la distribución como un paseo.

Voy de casa en casa dejando folletos informativos. Pero no atestando los buzones con los papelotes vomitivos de los aniversarios de grandes supermercados. No. Yo quiero mantener mi estilo. Yo lo que quiero es el trato directo con la gente: “un cliente, un amigo” es mi lema de siempre, y manteniendo eso he llegado a donde estoy. Mis folletines no están ilustrados con fotografías de colores increíbles, con precios metidos en estrellitas refulgentes y jalonados por señoritas en bikini y niños negritos, pecosos y felices, no. Todo eso suena a engaño. Mis folletines se limitan a decir las tallas, los colores y los precios. Y lo dicen humildemente, sin aspavientos, como quien dice “buenas noches” teniendo la certeza de que con su saludo van a ser buenas las noches. Así, casi sin esfuerzo, voy dejando a cada cual mi tarjeta de visita, y entonces cada familia se dedica a adecentar la casa para cuando yo elija el día en que nos tomaremos un cafelito.

Es así de fácil.

Para algunos es un embrollo, porque nada más recibir mi catálogo empiezan a inventar pretextos, y a decir entre ellos que cómo vamos a pagar esto. Y yo, volviendo a casa si se acerca la hora de comer, o visitando a otro cliente si me da tiempo, voy refunfuñando y dando zapatazos al suelo. ¡Si el dinero es lo de menos! ¡Si para mí visitar una familia y enseñarle el muestrario es una excusa para interesarme por los niños, que cómo anda el catarro del más chico; que si come bien la mayor, que anda con el tonteo; que cómo tienes tú la pierna, que deberías cuidarte y no estar todo el día dale que te pego por los mercados; que cómo le va al Ramón con el taxi; o al Damián, que si sigue con el dominó por las tardes o si lo tenemos pachuchillo con los bronquios! Para esto me arreglo todas las mañanas y me planto en sus puertas, cargada como una mula (que no puedo tirar de las piernas, bien lo sabe Dios), para eso... para que me digan que no saben cómo van a pagar.

Peor que echarme de la casa...

Así, con razón llega una algunas noches, asqueada. Con tanto desagradecido no me quedan ganas ni de cortar los brotes de los árboles.

Con estas mismas, con mis buenas intenciones de siempre, empecé a frecuentar la casa de A.

La nuestra es una amistad que viene de antiguo, como curada en un sótano polvoriento, ajena a las miradas de los curiosos y los detractores que me persiguen.

La primera vez que la vi por la calle, los árboles crecían entre vientos ardientes, en el campo acechaba el eco de un rumor de tambores. Ella iba caminando sin querer mirar más con los ojos, el pelo recogido para siempre en mi memoria, como si el viento lo hubiera condenado a encerrarse a su alrededor. En su mano izquierda una niña de poco tiempo, en su mano derecha el vientre tenso, guardando un niño asustado, y en el codo flexionado se posaba la mano cálida y segura de un hueco que caminaba con ellos.

Suave, callada, casi sedosamente, su vida iba trazando círculos en torno a mi casa.

La veía caminando con los pies arrastrándose, y la huella se iba alargando, dibujando surcos, como esbozos de agujeros en la tierra.

(Yo me balanceaba tranquila en mi mecedora.)

Caminaba, para mi regocijo, acercándose a la tierra, recogiéndose en sí misma. Con los ojos casi vencidos iba abriendo la boca, alzando las manos metro a metro, avanzando a golpes de aliento por la carretera agujereada que lleva al pan de los hijos.

Allá, a lo lejos, detrás de las mañanas más frías, esperaban los cuerpos limpios de los extraños, la ropa blanca de los vencedores, el miedo sin mácula de los camaleones tendidos al sol.

Con el tiempo iba dejando de ser mujer, iba perdiendo el olor, el sabor a hembra. Sólo iba quedando el amor de madre, celoso, posesivo y protector bajo aquella cáscara de alambre cansado.

Su sombra se pegaba con furia al suelo, ennegreciendo las hojas, aplastando el polvo de los caminos. Ella seguía el suyo, pero la silueta en tierra se estiraba, se agarraba a las piedras. Reclamaba su sombra el reposo, añoraba el peso, el abrazo último del cuerpo.

Como despidiéndose, A se iba desprendiendo de los abalorios vitales, de sus reclamos de perpetuación. Escondía los pechos, disfrazaba las curvas, el brillo de los ojos, la longitud del pelo. Y olvidaba las caricias y los gestos propios del amor, la alegría, el entusiasmo, el afán de la belleza, las semillas de los cuerpos ajenos. Y descuidaba, tras los espesores del hambre, los perfumes que propagan fertilidad a los vientos, madurez a los frutos.

Todo enterrado bajo mi reino, bajo los sueños ahogados, bajo las cenizas de las ilusiones.

Podía excluir la casa de A de mis itinerarios, porque su cuerpo, inclinándose a tierra, sus ojos mirando el paso, sus manos moviéndose apenas por un puñado de comida, su miedo a la vida; todo, todo eran señales inequívocas de que me buscaba, de que era ella quien quería visitarme a mí.

Así, serenamente, con esa seguridad en la conciencia, podía atender otros asuntos más inseguros.

Si la pierna de la verdulera del entresuelo se gangrenaba, corría –ahora con más razón- a interesarme por su estado de salud, si el catarro de su chico resultaba pulmonía había que andar cerca, o si el tonteo de la mayor derivaba en anorexia. No debía faltar mi apoyo si el taxi andaba mal –que detrás venía el paro y el hambre-, o si en la respiración del abuelo se oía la musiquilla de un cáncer.

Así podía ir descosiendo el poco misterio que entrañan mis visitas.

Y todos tienen que resignarse a la complicidad inevitable de elegir conmigo el modelo, la talla, el color de la muerte que le corresponde a cada uno. Acaban todos por admitir que lo mejor es abrirme la puerta, invitarme a un café, sin espectáculos, sin lagrimeo inútil, y con un trocito de pastel dar un par de vueltas al muestrario y posar entre todos, amorosamente, un dedo sobre lo que mejor le venga al abuelo, o al padre, a la madre o al hijo.

Con A yo había saboreado el triunfo por adelantado. Tan planeado estaba su porvenir, tan de cajón me venían sus días que parece que todo ha tenido que torcerse en el último momento.

No es que me haya engañado, o que haya logrado eludir mi abrazo, no. Eso es imposible. Lo único que ha pasado –y me molesta terriblemente- es que no me ha rendido pleitesía. Y me fastidia y se me pega al cuerpo como una mosca en un día de calor el que mi trabajo quede deslucido por un simple defecto de forma.

A lo mejor el fallo ha estado en mí, a lo mejor mis cantos de victoria, la evidencia de mi hegemonía me distrajeron en los detalles esenciales de mi quehacer.

La vida de A, lo que se veía venir, daba lustre a mi trabajo, era un ejemplo vivo de mi eficacia. Todo hasta ayer por la tarde.

Mis días pasan –y los hombres no se aperciben de ello- entre los acordes de distintas músicas. Las tocan las personas que hay en el mundo. Los instrumentos son sus pasos, sus lágrimas, los minutos de hastío, de duda, de inconsciencia; las quejas, las alegrías, las ilusiones, los amores que les ocupan, los gritos, los sudores, las palabras importantes, los secretos, los jadeos, las exclamaciones y los cantos; las enfermedades, los dolores, las preguntas de los niños, la brutalidad y las cicatrices del tiempo. Cada uno toca sus instrumentos e interpreta su melodía: una marcha que celebra el advenimiento de mi reino.

Están todo lo que ellos llaman “vida” ensayando la pieza que me festeja. Y el día de su muerte es como una fiesta inaugural donde ellos dicen “estos son mis instrumentos” y me brindan la partitura que yo misma he ido escribiendo.

Y ese día todo es pompa y regocijo en mi reino. Porque durante el segundo que tarda un corazón en convertirse en carne inerte, en el instante en que los ojos se vuelven cristales vacíos, en ese instante minúsculo en el que el aliento se escapa de la persona y desaparece el más mínimo de sus movimientos, yo, durante ese segundo interminable y supremo, me siento fértil.

Fue ayer por la tarde cuando A ultimaba su ensayo general, previo al estreno. El suyo había sido un tiempo de sobresaltos, su cuerpo intranquilo apenas dormía. Ayer, paseando trémula e incrédula por entre las quejas de los presentes vi el cuerpo inerte de A. Todos, con la felicidad que les cabía estaban diciendo la dulzura de su muerte. Reposada. En medio de la siesta, sin ruidos, sin dolores, sin una queja, un simple cesar de la vida. Después de los años agitados por el hambre, la guerra, el miedo, ella había aprendido por fin a dormir y todos habían venido a comprobarlo, a celebrarlo.
Yacía postrada de un lado, cerrados los ojos, un brazo abrazándole el pecho, con una palma entre la almohada y la mejilla.
Nadie reparó en mí. Yo no importaba.
Toda su vida fue un ensayo de mis acordes, el cuerpo venciéndose, buscando el reposo que todo lo mata, el que seca los pozos y niega el deseo, el que apaga la lumbre y festeja los naufragios.
Paseando entre los suspiros de los presentes, buscaba por primera vez en la vida y en la muerte una silla para mí. Una silla para el descanso, para disimular el temblor de las piernas, el frío de los huesos, para descansar los ojos incrédulos: su cuerpo había encogido las piernas hacia el pecho, como buscando la cara con las rodillas.

El cuerpo de A yacía en postura fetal.

Su reposo no era el reposo que yo esperaba pacientemente. No era el que deja todo debajo de tierra, el que acaba, el que niega todo, el reposo negro de la vida truncada. No. Su reposo era una pequeña vela en medio de mi negrura. El suyo era el reposo previo a la esperanza, a todas las posibilidades, a todos los movimientos. Era el reposo previo a la vida.

Los que yo había tomado por dolientes eran los invitados a una fiesta. Lo que yo creía congoja y aflicción se me estaba apareciendo como dicha. Yo había venido a ver lágrimas estertóreas y encontré una celebración, porque aquel era un reposo que anticipaba nacimientos. Nadie había ido a verla morir, a despedirla. Ella los había convocado para que la vieran nacer.

Y como un pez se ahoga porque le falta el agua, aquella falta de muerte me estaba matando.

Salí precipitadamente. Antes de traspasar el umbral hacia la calle, vi cómo la colocaban en el ataúd, nuevamente de lado y en posición fetal: las arrugas de las sábanas, el hueco caliente, el vacío palpitante de la cama me decían que no era yo quien se la llevaba.

Y en mi reino negro hay un hueco mínimo, el de un punto minúsculo que ha rehusado mi hospitalidad. Y ese punto de imperceptible luz en el centro de mi fastuoso imperio de la negación, está comiéndose poco a poco mi tranquilidad. Porque me deslumbra de la misma forma que a un topo lo ciega la luna en su cuarto menguante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario