24 de julio de 2011

EL LAUREL Y LA TORMENTA

Estoy atrapado en el tanteo, en la indeterminación. Le he hablado de dibujos como mapas topográficos, de cómo deberíamos enfocar nuestra energía en dibujar completa una determinada cota, y sólo así pasar a la siguiente. Le hablé de paciencia y serenidad, de aprender a saber desde dentro que las cosas se forman ante nuestros ojos, sin forzar su propia naturaleza. Le hablé de tranquilidad, de no apresurar los pasos, que son trampas para el futuro, como las palabras dichas antes de tiempo, como los sentimientos que se conforman con cualquier palabra para definirse y así los decimos, y nos salen desnatados, descoloridos e inservibles, y así los malgastamos. Trampas para el futuro. De cómo una idea que te haces acerca de una cosa es una puerta por la que la obligarás a pasar, aunque le venga pequeña, aunque esa cosa en realidad no tuviera sentido pasando por ninguna puerta. Trampas. Por nuestra prisa, por nuestra impaciencia al adelantar los acontecimientos, usando nuestros colores y frases hermosas en la cubierta de un libro que amamos, pero que aún no ha sido escrito. Y esa premura pudre las palabras que lo balbucían y aborta las que tenían que venir a completarlo. Un desastre provocado por tu mano. Lo que podría ser no va a ser, lo que estaba siendo se queda absorto y desubicado y acaba deambulando insomne, irreconocible e irrecuperable, hasta perderse. No han de crecer con normalidad las cosas que se han salido de su naturaleza. No hay razón de ser para esos sentimientos prematuros: nadie los esperaba, no hay fuerza suficiente en las venas de quien los siente, por eso los pulmones no están convencidos, no hinchan el pecho con ardor por esas palabras. Y la cabeza excitada ya puede pensar en mundos infinitos o amores invencibles, ríos de lava, campos de ambrosía o prados de flores insomnes consumidas por una pasión lacerante. Nada. No era el momento o la temperatura o la situación, y tu prisa ha pillado a la Naturaleza de espaldas, y lo que te sale de la boca, en realidad no te sale, suena como una broma de cristal que se te ha caído. Y de alguna forma sabes que se acabó. No hay sentido ninguno en adecentar una equivocación. Querías blancura, pero por tu debilidad, en su centro resplandece tu mancha. Y ahora no la toques. Y ahora no la ocultes, no intentes limpiarla, pues por pequeña que sea esa mota, sabes que es el centro de tu universo fallido, es el cuerpo de tu sentimiento traicionado. Déjalo todo como está y no pierdas, además, tu dignidad buscando consuelo en tu torpe humanidad.

Y es el miedo a esa torpeza, que en mí permanece en vela, buscando el momento de su reinado, el miedo a tener sólo nubes para pintarle un mundo soleado, el pavor verdadero a desnudar el vacío que rodea este agujero; ese miedo, digo, es el que va de la mano de la seguridad en mi verborrea inepta, el que deja colgado el paso en el aire, sin saber qué hacer con las armas con las que me he pertrechado, porque no sé si ha de librarse una batalla en la que no se distingue el color de las banderas ni las razones del enemigo. Qué batalla puede haber sin amor ni odio escritos, sin sabor a sangre en los dientes ni tenaz calentura en los huesos.

Y así, con el paso congelado, mientras el mundo va haciendo sus ecuaciones con normalidad, mientras ella va paseando por ese mundo de fuera de ella y de mi, al ritmo de su propia apetencia, capricho, necesidad o descuidada naturaleza, mientras ella va paseando ajena, indiferente o expectante, qué importará eso al devenir de los tiempos, a mí sólo me queda abrigarme con mi serenidad, tejida con orgullo y frustración, calzarme la paciencia y encaminarme con paso resuelto hacia mi propio corazón, a buscar o esperar que me rehabiliten los buenos tiempos. Y ponerme en su paisaje sin poner una nota discordante, un solo color que la extrañe, y domar los aires que están ensanchando mi corazón turbulento. Y ponerme a su lado o frente a ella con el puño en alto y no hacer caso a sus caras extrañas ni a los gestos de su sensualidad y respirarle encima mi amor, o lo que tenga, con la fuerza del aliento de un geranio, en un idioma sin puertas por las que pasar. En un lenguaje que le dé su parte de dicha sin peso, porque es un lenguaje comprensible al laurel y la tormenta, porque se pincha en cualquier tierra pedregosa y siempre encuentra vida, siempre aporta alimento para el alma.

Y esa bondad con la lengua mordida se ha de abrir paso como todo lo que es necesario aunque no tenga nombre, como todo lo que nos hace vivir aunque no lo hayamos pedido o necesitado. Se abrirá paso aún cuando ella no entienda nada, porque vendrá con la muda determinación de una brisa suave que nos trae el aroma de la flor del cerezo, mientras la arranca del árbol.


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