3 de mayo de 2011

A vista de pájaro.

.


Esta tarde, subiendo por la escalera hacia mi casa, he vivido con cierta distancia el hecho de que muchas veces añoro los lugares que nunca visité; lugares cuyos ambientes, mobiliarios, sonidos y sabores son ajenos a los que cotidianamente me rodean.

Esos lugares –que más que lugares en sí son combinaciones de circunstancias que se dan cita en un espacio- son lugares intuidos, presumibles, producto de una imaginación espoleada por el entusiasmo que me producen ciertas películas europeas.

La posibilidad de esos lugares me proporciona una alegría ilusoria que viene como contrapunto a una existencia monótona, a unos días largos que han infundido en mí el temor a que en la planta de mis pies nazcan y se hundan –lenta e inexorablemente- pequeñas raíces que vayan retardando el ritmo de mis pasos hasta el día en que sean tan fuertes y profundas que ya no pueda levantar más los pies. Y temo ese día porque ese día sabré que ha acabado el crecimiento de mis posibilidades, ese día podré enumerar el abanico de mis perspectivas, los ángulos bajo los que puedo contemplar la vida.

Ese temor a que un día me sea imposible ir a buscar las nubes que me lluevan, que tenga que esperar que algunas –que no elegí- me visiten; ese temor a saber que durante el resto de mis días voy a dar sombra al mismo palmo de terreno, que por mucho que crezca mis frutos siempre van a caer en la misma tierra, que siempre voy a sostener el mismo columpio, que albergaré siempre los mismos nidos... ese temor, en definitiva, a que mis días se conviertan en una simple relación simbiótica con apenas dos palmos de tierra sin sobresaltos, sin accidentes, sin palabras o personas abruptas que pongan mi cabeza a hacer flexiones, a buscar con denuedo la frescura incesante, la capacidad de maravillarse con lo que está por venir... ese temor, digo, es el que me empuja a añorar esos jardines posibles, esos lugares nunca vistos ni oídos que forman imperio en mi imaginación y que son tan distintos a los que hoy tengo al alcance de la mano mientras subo las escaleras hacia mi casa.

Así, todos los días busco –a veces me sobreviene- un momento de vida imaginaria y deseable. Y me sorprendo así, viviendo horas y horas en un mundo que no puedo ver, en una vida que no me corresponde pero que sin ella la otra vida, la que comparto con el resto del mundo, no lo sería.

Esta tarde, sin embargo, subiendo la escalera de mi casa y sin que haya recibido alguna de esas pequeñas alegrías cotidianas que funcionan como calmantes, mitigando la frialdad y el cansancio de vivir durante apenas los segundos que se mantiene una sonrisa forzada, sin que nada haya alterado la absoluta planicie de mi mundo, me he visto repentinamente desplazado de mí mismo y he contemplado con extrañeza no mis sueños, no los momentos y lugares que desearía vivir, no las caricias que quisiera para mí, no las personas que nunca llegaron, no; esta tarde he visto de lejos el mismo hecho de añorar.

A diez metros por debajo de mis pies estaba yo mismo ante la cerradura de la puerta, que poco a poco va comiéndose mis nervios con el juego de una llave que no abre cuando quiero entrar y no cierra si quiero salir. Me he visto andando por el suelo frío –el sol sólo nos visita cuando ya viene cansado de iluminar las paredes de enfrente-; los cuadros, las sillas, están quietos y aburridos como cuando alguien tiene necesidad de decir algo y no encuentra palabras –o razones o entusiasmo- para articularlo, y se queda todo con el paso contenido, con los ojos y el gesto perdidos en el infinito, con la boca abierta y preparada en la línea de salida de una palabra que nunca va a salir. Me he visto en la casa donde no hay espacio para escuchar, donde hay demasiado ruido para los libros.

En todo momento he mantenido abiertos los ojos y el corazón a la realidad de pasillo estrecho en la que habito. Me he visto durmiendo plácidamente. He apagado la luz con mano firme. En la mesita de noche hoy tampoco había cartas.

Esta tarde en la que sin razón aparente me he visto de lejos y extraño en mis momentos de añoranza, he considerado la posibilidad de que los ingredientes de mi vida real parezcan a otra persona los de una vida fascinante, que la realidad de la que huyo y reniego diariamente sea el sueño, el mejor sueño posible de alguien que viva muy lejos de aquí y de mí.



.

2 comentarios:

  1. ¿No te ha pasado que añoras un lugar, un momento, por un olor que acabas de percibir, una sensación en la piel debido a la temperatura, la humedad, o quizás una determinada intensidad en la luz? Quizás los déjà vu no són más que viajes instantáneos a estos lugares que forman parte de nuestra historia consciente y/o subconsciente.
    Uno de los lugares entrañables que añoro pero que me inquieta es Macondo. Otro, un lugar de China en el que pasa una parte de la historia de "Los cien sentidos secretos", de Amy Tan. Son lugares en los que "he vivido" con intensidad historias que no me han pasado a mí. Es la magia de leer, de colarse en los lugares añorados por la gente que los escribe. Debes ser naturalmente nómada, que es una buena premisa para convertirse cuando se puede en viajero. Un saludo.

    ResponderEliminar
  2. Escribí esto hace no mucho:

    Nostalgia

    Hay lugares por los que nunca pasarás, otros, a los que no vas a volver, miradas que no te llegarán, personas a las que no verás más, palabras que no te serán dichas. Hay cosas que has perdido para siempre y no te has dado ni cuenta.

    ResponderEliminar