1 de marzo de 2011

Abrí las ventanas y entró la oscuridad de fuera.

Pienso ahora en mi estúpido amor atropellado, rondando tu figura en la penumbra, y tu sonrisa y tus ladridos a contraluz. Eso me llena de una especie de triste paz silenciosa.
He quitado de mi casa tus vestigios, aunque he puesto dos velas por ti. Aprieto los ojos, y los puños al pecho, e intentando evadirme de tu olor, del gusto enorme que mi alma encontraba en tu descontrol, me rujo las veces en que he sido valiente, las veces en que con espíritu de héroe pueblerino doblegué al imposible por dos, tres veces. Me rujo el poso de valor embriagado que me encontré en el pecho, con el que planté batalla a mi corazón ingenuo, a mi espíritu adolescente, a mi paso vacilante y a mi brazo débil, y descubrir después, por dos, tres veces que el imposible no era más que un estúpido calcetín al que puedes atreverte a plantar cara, volviéndolo del revés, con poco más de lo que ya tienes, sea tu espíritu adolescente o tu corazón ingenuo. Me recuerdo, en un rugido dolido, cuando con paso vacilante, mi brazo débil quiso y pudo volver del revés al imposible y torció el destino hacia mi lado. Forcé, con lo poco que tenía, a que las cosas me vinieran de cara. Después lo pagué, es cierto, por dos, tres veces. Pero esa belleza que encontré en mí, en mi valor oculto, en mi fuerza que no conocía, hace que sin remedio hoy se me escapen por las costuras del corazón nuevos borbotones de espeso, tibio y perfumado amor, pese a los imposibles que se van renovando.


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